ECLI:ES:TC:2022:70
El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por el magistrado don Pedro José González-Trevijano Sánchez, presidente; los magistrados don Juan Antonio Xiol Ríos, don Santiago Martínez-Vares García, don Antonio Narváez Rodríguez, don Ricardo Enríquez Sancho y don Cándido Conde-Pumpido Tourón; la magistrada doña María Luisa Balaguer Callejón; los magistrados don Ramón Sáez Valcárcel y don Enrique Arnaldo Alcubilla, y las magistradas doña Concepción Espejel Jorquera y doña Inmaculada Montalbán Huertas, ha pronunciado
EN NOMBRE DEL REY
la siguiente
SENTENCIA
En la cuestión de inconstitucionalidad núm. 6283-2020, planteada por la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, en relación con el art. 10.8 de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, redactado por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al Covid-19 en el ámbito de la administración de justicia, por posible vulneración de los arts. 106 y 117, apartados 3 y 4, de la Constitución. Han comparecido y formulado alegaciones el Gobierno de la Nación, representado por el abogado del Estado, el Gobierno de Aragón, representado por la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón, y la fiscal general del Estado. Ha sido ponente el magistrado don Enrique Arnaldo Alcubilla.
I. Antecedentes
1. El 18 de diciembre de 2020 tuvo entrada en el registro general del Tribunal Constitucional el auto de 3 de diciembre de 2020 de la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, que acuerda plantear cuestión de inconstitucionalidad respecto del art. 10.8 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa (LJCA), en la redacción dada por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al Covid-19 en el ámbito de la administración de justicia. Al auto se acompaña testimonio de las actuaciones del procedimiento ordinario núm. 332-2020, tramitado a instancia de la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón para solicitar autorización judicial respecto de la Orden de la Consejería de Sanidad de 7 de octubre de 2020, por la que se adoptan medidas en materia de salud pública para la contención del rebrote de Covid-19 en el municipio de La Almunia de Doña Godina (Zaragoza).
2. Los antecedentes de hecho de la presente cuestión de inconstitucionalidad son, en síntesis, los siguientes:
a) Mediante escrito de fecha 7 de octubre de 2020, la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón, en representación de la administración de dicha comunidad autónoma, solicitó la autorización prevista en el art. 10.8 LJCA (introducido por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre) respecto de un proyecto de Orden de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Aragón de esa misma fecha, por la que se adoptan medidas en materia de movilidad por razones de salud pública para la contención del rebrote del Covid-19 en el municipio de La Almunia de Doña Godina. Tal escrito fue acompañado del texto del proyecto de la referida Orden de la Consejería de Sanidad y de un informe del jefe de servicio de vigilancia en salud pública de la Dirección General de Salud Pública, fechado el 6 de octubre de 2020, sobre la situación epidemiológica de la enfermedad Covid-19 en dicho municipio de Zaragoza.
b) Las medidas especiales de salud pública cuya autorización se solicitaba eran las siguientes:
«Tercero. Medidas de restricción de la libertad de circulación de las personas.
1. Se restringe la libre entrada y salida de residentes en el término municipal de La Almunia de Doña Godina a partir del día siguiente al de publicación de esta Orden.
2. No obstante lo anterior, se permitirán desplazamientos de personas residentes o no en dicho término municipal, adecuadamente justificados, que se produzcan por alguno de los siguientes motivos:
– Asistencia a centros, servicios y establecimientos sanitarios.
– Cumplimiento de obligaciones laborales, profesionales o empresariales.
– Retorno al lugar de residencia.
– Asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables.
– Asistencia del alumnado a centros educativos de cualquier nivel y etapa de enseñanza.
– Por causa de fuerza mayor o situación de necesidad.
– Cualquier otra actividad de análoga naturaleza.
3. La circulación por carreteras y viales que transcurran o atraviesen el término municipal afectado estará permitida, siempre y cuando tenga origen y destino fuera del mismo.
4. Se permite la circulación dentro del municipio afectado, si bien se recomienda evitar los desplazamientos y actividades no imprescindibles.
[…]
Quinto. Vigilancia y control de las medidas adoptadas.
Los servicios de inspección, las policías locales y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en ejercicio de sus competencias y sin perjuicio del levantamiento de las actas o la formulación de denuncias que consideren procedentes, deberán adoptar las medidas especiales y cautelares necesarias para asegurar el cumplimiento de lo establecido en esta Orden. En particular, podrán recabar cualesquiera datos que permitan comprobar los motivos que justifican los desplazamientos excepcionales admisibles conforme a esta Orden.
[…]
Octavo. Eficacia.
La presente Orden producirá efectos desde las 00:00 horas del día siguiente a su publicación en el “Boletín Oficial de Aragón” por un plazo inicial de siete días, sin perjuicio de que dicho plazo pueda verse prorrogado si así lo requiere la evolución de la situación epidemiológica.»
c) Incoado el procedimiento ordinario 332-2020, el letrado de la administración de justicia acordó el 8 de octubre de 2020 dar traslado al Ministerio Fiscal, que emitió informe el mismo día mostrándose conforme con el cierre perimetral del municipio.
La Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón dictó auto el día 10 de octubre siguiente, que denegó la autorización solicitada por entender que las medidas previstas por la Consejería de Sanidad no tenían encaje en el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública, por lo que carecían de cobertura legal.
d) Frente al auto de 10 de octubre de 2020, que denegó la autorización interesada, se interpusieron sendos recursos de reposición. La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón (mediante escrito de 14 de octubre) sostuvo la legalidad de las medidas de salud pública. El Ministerio Fiscal (en escrito de 16 de octubre) esgrimió dos motivos de impugnación: como argumento principal, que el Tribunal Superior de Justicia de Aragón carecía de jurisdicción para autorizar un proyecto de orden de la Consejería de Sanidad que no había llegado a publicarse como tal en el «Boletín Oficial de Aragón»; con carácter subsidiario, alegó la inaplicación indebida de los arts. 1, 2 y 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública.
e) La Sala acordó, por providencia de 4 de noviembre de 2020, abrir trámite de alegaciones acerca de la pertinencia de plantear cuestión de inconstitucionalidad sobre el art. 10.8 LJCA, introducido por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, por posible vulneración de los arts. 106.1 y 117.3 y 4 CE.
La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón se mostró conforme con el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad mediante escrito de 19 de noviembre de 2020. En cambio, el Ministerio Fiscal alegó, en informe de 13 de noviembre de 2020, que no concurrían los requisitos procesales exigidos para el planteamiento de la cuestión, dado que, planteándose esta en trámite de recurso de reposición, se hacía después de haber sido ya objeto de aplicación la ley cuya constitucionalidad se pretendía cuestionar.
f) Mediante auto de 3 de diciembre de 2020, la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón acordó plantear cuestión de inconstitucionalidad respecto del art. 10.8 LJCA, introducido por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, por posible vulneración de los arts. 106.1 y 117.3 y 4 CE.
3. El auto de 3 de diciembre de 2020, tras sintetizar la controversia que sustenta el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad, razona en los términos que seguidamente se resumen.
a) En cuanto al juicio de relevancia, responde a la objeción del fiscal afirmando que la Sala no desconoce la doctrina del Tribunal Constitucional que sostiene la inadmisibilidad de las cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por un órgano judicial que ya las ha aplicado en el propio proceso. Pero resalta que se trata de una doctrina casuística y que el supuesto actual es diferente a otros que dieron lugar a la inadmisión de cuestiones, pues la jurisdicción, como la competencia, son presupuestos de orden público procesal, de examen y apreciación de oficio, que debe serlo en todo caso y mientras esté vivo el trance procesal en el que se ejerce [arts. 9.6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) y 5 LJCA]. Tal sería el presente caso, al plantearse la cuestión en trámite de recurso de reposición interpuesto frente al auto de 10 de octubre de 2020 dictado por la Sala. Los términos en que se configura el recurso de reposición en el art. 79 LJCA hacen que en este supuesto ese recurso sea el vehículo procesal idóneo para la revisión de la propia jurisdicción de la Sala que resuelve, más teniendo en cuenta la circunstancia de que el legislador no ha previsto, a diferencia de lo que ocurre en el supuesto del art. 8.6 LJCA, vía de recurso alguno frente a la resolución que haya de dictarse al amparo del art. 10.8 LJCA. El recurso de reposición encuentra su razón de ser en la oportunidad que las partes tienen de promover la reconsideración de la decisión tomada por el propio tribunal que la dicta, sin perder este la plenitud propia del conocimiento del asunto en el concreto cauce procesal en el que se alcanza. Permite de este modo una más meditada y precisa solución y un más depurado cumplimiento de la función jurisdiccional, sobre todo en lo que a la sanación de defectos procesales se trata.
b) En cuanto al fondo, el auto sostiene que el art. 10.8 LJCA, introducido por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, al introducir un control previo de constitucionalidad de la actuación de las administraciones públicas o, si se prefiere, conferir a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia una función pre-jurisdiccional, consultiva vinculante, como apéndice judicial de un procedimiento administrativo de elaboración de una disposición administrativa, cuando esta tiene por objeto la adopción de medidas en materia sanitaria que potencialmente impliquen limitación o restricción de derechos fundamentales y se dirijan a una pluralidad indeterminada de ciudadanos, no se ajusta a los arts. 106.1 y 117.3 y 4 CE.
Para fundamentar esa duda de constitucionalidad el auto resume el contenido y configuración de la figura creada por el legislador como sigue:
La disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, distingue procesalmente entre dos tipos de medidas de legislación sanitaria, según afecten a particulares concretos e identificados o que «sus destinatarios no estén identificados individualmente». En el primero (art. 8.6, párrafo segundo, LJCA) mantiene la competencia para la autorización o ratificación judicial en los juzgados de lo contencioso-administrativo, mientras que, para el segundo (art. 10.8 LJCA), la competencia la asigna a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia.
Las medidas que tienen por destinatarias personas identificadas individualmente deben plasmarse en actos administrativos singulares; por el contrario, cuando tienen por destinatarios a una pluralidad indeterminada de ciudadanos pueden cobrar forma de acto administrativo plúrimo o de disposición general.
La Ley 3/2020 ha introducido un rudimentario procedimiento para su tramitación, en el nuevo art. 122 quater LJCA, en el que solo se dispone la intervención del Ministerio Fiscal y un exiguo plazo de tres días para resolver. En ningún momento se prevé en dicho procedimiento la intervención del ciudadano concreto titular de los derechos que puedan verse afectados por las medidas adoptadas y sujetas a autorización o ratificación, como tampoco se ha previsto vía de recurso frente a la resolución que dicte la Sala. Solo interviene la administración pública autora del acto o disposición general y el Ministerio Fiscal (se entiende que en defensa de la legalidad, con el mismo papel que en el procedimiento especial para la protección de los derechos fundamentales de los arts. 117 y siguientes LJCA). Y la Sala deberá resolver en tres días (sin que se identifique un concreto dies a quo para su cómputo), sin que se haya previsto recurso alguno frente a la resolución (se entiende que con forma de auto) que se dicte. Ninguna aportación procesal novedosa realiza el nuevo art. 122 quater a la sustanciación de las autorizaciones o ratificaciones previstas en el art. 8.6, párrafo segundo, LJCA y la resolución que pueda recaer, como hasta ahora, es susceptible de recurso de apelación y luego, frente a la sentencia de apelación, de casación [arts. 80.1 d) y 86.1 LJCA, respectivamente], a diferencia de lo que ocurre con las resoluciones que dicten los tribunales superiores de justicia, contra las que solo cabe interponer recurso de reposición (art. 79.1 LJCA).
La diferencia entre las medidas sanitarias que afectan a personas determinadas (competencia de los juzgados) y las medidas dirigidas a una pluralidad indeterminada (competencia de las salas) es notoria. En relación con las primeras (art. 8.6 LJCA) es su destinatario quien, al no renunciar al pleno ejercicio del derecho o libertad amenazado por la ejecución del acto administrativo y, por tanto, al formular su negativa a cumplirlo, deja sin efecto la ejecutividad del acto administrativo cuestionado, requiriendo para su efectividad de la correspondiente autorización judicial, o ratificación en casos de ejecución inaplazable por razón de la urgencia de la medida. En estos casos, la intervención judicial, sea por propia definición de la medida al tener que ir plasmada en un acto administrativo singular, sea por interpretación sistemática con el resto de los supuestos de autorización que el art. 8.6 LJCA comprende, opera ex post, ante la oposición del destinatario a su ejecución.
En cambio, cuando las medidas sanitarias van dirigidas a una pluralidad indeterminada de personas, el legislador despoja a la administración pública del privilegio de autotutela, al cuestionar la presunción de legalidad y validez del acto, lo cual hace precisamente al imponer la intervención judicial que prevé el art. 10.8 LJCA. Las autorizaciones y ratificaciones previstas en ese precepto afectan, en definitiva, a la validez del acto administrativo necesitado de autorización o de ratificación judicial. Por ello, a diferencia de lo que ocurre en los supuestos del art. 8.6 LJCA, cuando se trata de una medida de las previstas en el art. 10.8 LJCA no existe un conflicto concreto de intereses que haga necesaria una ponderación (que es la que justifica la intervención judicial) en garantía de un derecho fundamental concretamente amenazado por una actuación administrativa. En este caso el conflicto se plantea en abstracto, al tener la medida administrativa por destinatarios a una pluralidad indeterminada de personas. Sitúa ante el examen y decisión de la Sala el deber de avalar una decisión puramente administrativa de restricción, más o menos intensa, de algún o algunos derechos fundamentales, porque en eso consiste en realidad la medida, como única opción para el debido cumplimiento del deber que impone el art. 43 CE a los poderes públicos. Siendo de resaltar que, en esta tesitura, por la administración pública se plantea un falso conflicto entre el derecho a la salud y el derecho fundamental afectado por la concreta medida adoptada. Aun admitiendo como hipótesis dicho conflicto, su solución se sitúa en un momento prejudicial, debiendo ser la administración pública la que decida el sacrificio de uno u otro derecho, en pos del debido cumplimiento del deber que le impone el referido precepto constitucional.
El art. 10.8 LJCA supone la renuncia por la administración pública al privilegio de autotutela declarativa (art. 103 CE), situando en el Poder Judicial el deber de definir el derecho de modo abstracto y sin posibilidad de fundar la decisión judicial en un juicio de contradicción. Son las salas de lo contencioso-administrativo las que se ven obligadas a asumir la responsabilidad de una decisión general y política que responde a criterios y motivaciones diferentes a las propias de una decisión netamente judicial, asumiendo una función consultiva vinculante que la Constitución no le confiere.
La Sala continúa afirmando en el auto que no duda de la constitucionalidad de una norma que despoja a la administración pública del privilegio de autotutela, que tiene respaldo constitucional en el art. 103 CE (SSTC 22/1984, de 17 de febrero, y 148/1993, de 29 de abril). Pero sí duda de que, pese a la loable y bienintencionada voluntad que habrá guiado al legislador, exista fundamento constitucional para que las salas de lo contencioso-administrativo ejerzan una función consultiva vinculante, prejudicial, participando de este modo del proceso de elaboración de un acto administrativo (o de una disposición general) que contiene medidas del tipo de las enunciadas en el precepto cuestionado. No parece que sea posible hallar ese fundamento en el art. 117.3 CE; ni que la función de garantía de un derecho fundamental (art. 117.4 CE), cuyo titular es siempre el ciudadano individual, permita rebasar el límite de lo judicial, del ejercicio de la función jurisdiccional tal y como debe ser entendida en la jurisdicción contencioso-administrativa. Es parecer de la Sala que el art. 10.8 LJCA atribuye a las salas de lo contencioso-administrativo una función consultiva vinculante, prejudicial, apéndice del procedimiento administrativo de elaboración de un acto administrativo o una disposición general que excede los límites de la función jurisdiccional que atribuye a todo órgano judicial el art. 117.3 CE, y que tampoco se justifica, conforme al art. 117.4 CE, por razón de la garantía de los derechos fundamentales.
La función jurisdiccional de juzgados y tribunales consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (art. 117.3 CE) y se traduce en lo contencioso-administrativo en un control ex post de la legalidad de la actuación administrativa (art. 106 CE), cuando la presunción iuris tantum de legalidad de la misma es puesta en cuestión por el destinatario de su actuación, el cual ejerce una pretensión frente a una actuación administrativa que le perjudica o que no resuelve en el sentido por él intentado (art. 39.1 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, y art. 1 LJCA). Que el privilegio de autotutela tenga su límite en la tutela cautelar del ciudadano (art. 24 CE), que puede permitir suspender la ejecutividad del acto administrativo o que, ante la negativa del destinatario del acto a su ejecución fuerce la intervención judicial, mediante la preceptiva autorización en garantía de los derechos concretamente afectados por el acto, no transforma la fiscalización judicial de la actuación administrativa, la función jurisdiccional que se ejerce sobre la administración pública, en algo distinto a lo que implica siempre la jurisdicción contenciosa, esto es, un control o una fiscalización a posteriori de la actuación de las administraciones públicas. Si el art. 106.1 CE dispone que son los tribunales, en ejercicio de su función jurisdiccional (art. 117.3 CE), los que controlan la legalidad de la actuación administrativa y el sometimiento de esta a los fines que la justifican, esa expresión presupone una intervención de los tribunales posterior para controlar algo que ya se ha producido antes. Si los tribunales controlan la legalidad de la actuación administrativa es porque esta ya se ha producido y se ha producido con eficacia, pues de otra forma, si la actuación administrativa no fuera eficaz, mientras no la controlen los jueces, no hablaríamos de actuación administrativa, sino de propuesta de actuación, o de actuación con eficacia diferida, que estaría a la espera del visto bueno de los jueces. Y esto es precisamente lo que ocurre en el caso del art. 10.8 LJCA.
Por otra parte —continúa el auto— está en la propia naturaleza del principio de separación de poderes que el Poder Ejecutivo no sea sustituido por el Poder Judicial. Y tal ocurriría si la actuación de la administración pública quedara trabada mientras los tribunales no decidieran sobre su corrección. La renuncia al privilegio de autotutela de las administraciones públicas, que no necesariamente tiene que ser cuestionable per se, se hace por la vía de conferir simultáneamente a los tribunales una función de control previo que los introduce en el procedimiento de elaboración del acto o disposición administrativos y los convierte en administración pública, lo que la Sala cuestiona por entenderlo incompatible con la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado que le atribuye el art. 117.3 CE y no estar justificado por razón de la garantía de los derechos, conforme a lo que dispone el art. 117.4 CE.
Añade la Sala que, aunque esto no se haya puesto de manifiesto a las partes en el trámite de alegaciones previo al planteamiento de la cuestión, con la reforma legislativa cuestionada a la postre queda comprometido también el derecho fundamental del ciudadano a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE). Al anticipar un juicio de legalidad constitucional que opera como aval y complemento de legalidad para la validez de un acto que el legislador pone en duda en los casos a los que se refiere el art. 10.8 LJCA, se limitan las vías procesales de reacción del ciudadano frente a este tipo de actos al mero control de legalidad ordinaria, pues no se prevé recurso alguno frente a la decisión judicial del art. 10.8 LJCA, más allá del recurso de reposición que se confiere a toda resolución no susceptible de recurso de apelación o casación.
4. El Pleno del Tribunal Constitucional acordó admitir a trámite la cuestión por providencia de 16 de febrero de 2021. Reservó para sí el conocimiento del asunto [art. 10.1 c) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC)], acordó los traslados pertinentes y la publicación en el «Boletín Oficial del Estado», que tuvo lugar el siguiente 23 de febrero.
5. El Congreso de los Diputados se personó mediante escrito de 23 de febrero de 2021, registrado al día siguiente, ofreciendo su colaboración a los efectos del art. 88.1 LOTC. Lo mismo hizo el Senado por escrito del mismo 23 de febrero, registrado el día 26 siguiente.
6. El abogado del Estado compareció y formuló alegaciones mediante escrito presentado en este tribunal el 10 de marzo de 2021. Suplica que se dicte sentencia por la que se inadmita y, subsidiariamente, se desestime íntegramente la cuestión de inconstitucionalidad planteada. Las razones son las siguientes.
a) Tras resumir el objeto de la cuestión, el abogado del Estado sostiene que carece de juicio de relevancia. La cuestión no se plantea para aplicar el precepto al caso concreto, sino para realizar un control abstracto de la constitucionalidad de la norma, sin ningún impacto real ni efectivo sobre el objeto del proceso judicial que le da origen, lo cual supone desconocer el carácter prejudicial de la cuestión de inconstitucionalidad (STC 77/2018, de 5 de julio, FJ 2). El argumento que usa la Sala, esto es, que nos encontramos ante una cuestión de orden público procesal y que, por tanto, permite su planteamiento en cualquier momento del proceso judicial, no está amparado por la regulación de la cuestión de inconstitucionalidad, la cual no diferencia entre cuestiones de orden público y el resto de las cuestiones a la hora de cumplir el juicio de relevancia al momento de su planteamiento.
b) También sostiene que la cuestión es inadmisible en lo relativo al art. 117.4 CE. El auto no explica por qué la función atribuida por el art. 10.8 LJCA a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia, no es estrictamente jurisdiccional, no es susceptible de ampararse en dicho precepto constitucional. El auto de planteamiento se limita, sin ulteriores argumentos, a afirmar que «no se justifica por razón de la garantía de derechos, conforme a lo que dispone el artículo 117.4 CE» (fundamento 6, in fine, y fundamento 7, párrafo quinto). Esta patente falta de justificación afecta tanto al fondo del asunto como a la inadmisibilidad de la cuestión, por estar la misma notoriamente infundada (artículo 37.1 LOTC), según el abogado del Estado, que cita la doctrina del ATC 239/2004, FJ 3, y de las SSTC 90/2009, de 20 de abril, y 234/2015, de 5 de noviembre.
c) Subsidiariamente, el abogado del Estado alega que el precepto cuestionado no vulnera los arts. 106 y 117 CE. Para mejor expresar su postura, considera necesario exponer el origen de la reforma legal y su justificación. Señala al efecto que la Ley 3/2020 trae causa del Real Decreto-ley 16/2020 y que la disposición final segunda tiene su origen en una enmienda planteada en el Senado por el Grupo Socialista (enmienda núm. 59). Dicha enmienda trae su causa de asegurar la garantía de los derechos fundamentales como consecuencia de la adopción de medidas urgentes y necesarias de carácter sanitario para evitar la propagación de enfermedades infecciosas, lo cual determina la necesaria intervención judicial en garantía de dichos derechos, posibilidad prevista en el art. 117.4 CE, que reproduce literalmente.
d) La jurisprudencia del Tribunal Constitucional reconoce la posibilidad constitucional de atribuir funciones no estrictamente jurisdiccionales al Poder Judicial. En el caso debatido, la disposición adicional décima de la Ley 3/2020, al definir los títulos competenciales recoge, entre ellos, el previsto en el art. 149.1.5 CE («administración de justicia») título en que se incardina la competencia estatal para atribuir a los jueces y tribunales funciones no estrictamente jurisdiccionales al amparo del art. 117.4 CE sin que esta atribución menoscabe «la exclusividad e independencia de la función jurisdiccional», como reconoce la STC 150/1998, FJ 2. El principio de exclusividad jurisdiccional (al que algunos autores denominan principio de exclusividad en sentido negativo) es el reverso del principio de reserva de jurisdicción. Del mismo modo que este supone que solo los juzgados y tribunales establecidos por las leyes pueden ejercer la potestad jurisdiccional, aquel significaría que los juzgados y tribunales no pueden ejercer más función que la jurisdiccional. No obstante, este no es un principio absoluto en nuestro ordenamiento jurídico. Así lo dispone el art. 117.4 CE y lo reitera el art. 2.2 LOPJ: «Los juzgados y tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el párrafo anterior, y las demás que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho». Dos son, pues, los requisitos que impone la Constitución a la atribución a los tribunales de funciones no jurisdiccionales: la primera, de orden formal, que la atribución ha de hacerse por ley; la segunda, de contenido, que la atribución ha de tener por finalidad que los tribunales garanticen algún derecho. No cabe, por tanto, atribuir a los tribunales cualquier tipo de función no jurisdiccional. Con ello se está intentando salvaguardar, de un lado, una hipotética invasión por parte de los órganos judiciales de las competencias de otros poderes del Estado y, de otro lado, se intenta proteger la independencia y buen funcionamiento de los propios órganos judiciales, que podrían verse comprometidos si se les pudieran atribuir sin límite atribuciones no jurisdiccionales. Con base en esta habilitación constitucional, son varios los tipos de funciones no jurisdiccionales que actualmente desempeñan los tribunales o, al margen de ellos, que desempeñan jueces y magistrados en su condición de tales (por ejemplo, la jurisdicción voluntaria, las funciones de encargado del registro civil, el jurado provincial de expropiación, o la junta electoral).
e) La previsión competencial prevista en el art. 10.8 LJCA encuentra acomodo en el art. 117.4 CE, con arreglo a los criterios de interpretación literal y teleológica del mismo. Por un lado, atendiendo estrictamente a la literalidad del precepto constitucional, se cumplen los dos requisitos antes enunciados: que la atribución se haya previsto de manera expresa por una ley en sentido formal y material (en este caso, la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre); y que la atribución tenga por objeto la garantía de cualquier derecho (en este caso, la intervención judicial tiene como fin garantizar el respeto de los derechos fundamentales que se pueden ver restringidos o limitados como consecuencia de las medidas de protección de la salud pública y asegurar que estas son razonables, adecuadas y proporcionadas).
Por otro lado, atendiendo a la finalidad de la prohibición constitucional, el art. 10.8 LJCA es igualmente conforme con el art. 117.4 CE. Como se ha dicho, la Constitución trata de impedir que se atribuyan a los juzgados y tribunales funciones no jurisdiccionales sin límite, con el consiguiente riesgo no solo para la independencia judicial sino para la separación de poderes. Sin embargo, lejos de aquello, lo que hace la norma cuestionada es introducir un control adicional sobre la actuación administrativa para un supuesto muy específico y excepcional (la aplicación de medidas de protección de la salud pública de afectación general), que difícilmente cabe pensar que pueda tener aplicación en un contexto distinto al de una pandemia, con una elevada tasa de contagio y mortalidad. Esta excepcionalidad, tanto por razón de la situación fáctica a que debe enfrentarse la norma como de la intensidad que pueden llegar a tener las medidas sanitarias (ex arts. 2 y 3 de la Ley Orgánica 3/1986), por un lado, exige garantías particularmente rigurosas para evitar que las medidas sean desproporcionadas o arbitrarias (en cumplimiento del principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, consagrado en el art. 9.3 CE); y, por otro lado, justifica que se haga uso de la excepción que habilita, en garantía de los derechos de los ciudadanos, el art. 117.4 CE.
f) Sobre la tutela judicial efectiva, el abogado del Estado afirma que, si bien la Sala proponente no plantea la cuestión de inconstitucionalidad en relación con el art. 24.1 CE, sí realiza una argumentación que, en atención a la verdadera naturaleza de la competencia asumida por los tribunales en garantía de los derechos de los ciudadanos, no puede ser acogida.
La autorización o ratificación no produce el efecto de cosa juzgada material en atención al carácter no estrictamente jurisdiccional de la competencia atribuida a los jueces y tribunales. Así lo han reconocido los distintos tribunales que han aplicado la previsión del art. 10.8 LJCA, porque el control judicial de las medidas sanitarias generales que se hace con base en ese precepto legal no es un control pleno o de fondo, sino que es un control limitado, no solamente por el breve plazo que tiene el tribunal para resolver, sino sobre todo porque el procedimiento tiene por objeto solamente la verificación de la competencia de la administración pública, de la existencia de habilitación legal suficiente y de la proporcionalidad de la medida, como han venido reconociendo la inmensa mayoría de las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia (cita resoluciones de diversos tribunales). El hecho de que se trate de un proceso sumario o de cognición limitada implica que el auto que pone fin al procedimiento no produce el efecto de cosa juzgada material, por lo que cualquiera que sea el sentido de la resolución judicial, los ciudadanos que tengan un interés legítimo pueden interponer recurso contencioso-administrativo, en el que se podrá cuestionar la legalidad de las medidas sanitarias con la amplitud y extensión que corresponden a un proceso pleno.
7. La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón, por escritos presentados en este tribunal los días 15 y 16 de marzo de 2021, compareció en el presente proceso constitucional en nombre del Gobierno de Aragón.
Por providencia de 15 de marzo de 2021, el Pleno acordó tenerla por personada y parte y concederle un plazo de quince días para formular alegaciones (art. 37.2 LOTC).
8. La fiscal general del Estado presentó su informe en el registro general de este tribunal el 16 de marzo de 2021. En él interesa, con carácter principal, la inadmisión de la cuestión; subsidiariamente, que sea desestimada íntegramente.
a) Hace una detallada enumeración de los antecedentes de hecho de la cuestión, transcribiendo el texto literal del proyecto de orden cuya autorización solicitó la Comunidad Autónoma de Aragón y del auto de 10 de octubre de 2020 por el que la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón denegó la autorización solicitada. Indica asimismo que el Ministerio Fiscal había informado favorablemente la autorización de las medidas sanitarias previstas para el cierre perimetral del municipio de La Almunia de Doña Godina. Recuerda que frente al referido auto interpusieron recurso de reposición tanto la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón como el Ministerio Fiscal. Por parte de este se esgrimieron dos motivos: con carácter principal, que el Tribunal Superior de Justicia de Aragón carecía de jurisdicción para autorizar un proyecto de orden de la Consejería de Sanidad que no había llegado a publicarse como tal en el «Boletín Oficial de Aragón»; con carácter subsidiario, se alegó la indebida inaplicación de los arts. 1, 2 y 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública. Fue en ese momento cuando la Sala, por providencia de 4 de noviembre de 2020, abrió trámite de alegaciones acerca de la inconstitucionalidad del precepto cuestionado; y tras las alegaciones de las partes dictó el auto de 3 de diciembre de 2020, planteando la cuestión de inconstitucionalidad.
b) Seguidamente, tras reproducir los preceptos legales y constitucionales relevantes y resumir los argumentos de la cuestión, la fiscal general del Estado examina con carácter previo si cumple los requisitos procesales.
En primer lugar, analiza la incidencia que sobre la admisibilidad de la presente cuestión de inconstitucionalidad deba tener el hecho de que la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón aplicara la norma ahora cuestionada en el auto recaído en el procedimiento ordinario núm. 332-2020 con fecha 10 de octubre de 2020, por el que denegó la autorización solicitada para la imposición de ciertas limitaciones de movilidad para la contención del rebrote del Covid-19, en el municipio de La Almunia de Doña Godina. Ese auto fue recurrido en reposición por el Ministerio Fiscal alegando, en primer lugar, que el Tribunal Superior de Justicia de Aragón carecía de jurisdicción para autorizar un proyecto de orden de la Consejería de Sanidad que no había llegado a publicarse como tal en el «Boletín Oficial de Aragón». La Sala abrió el trámite previsto en el art. 35.2 LOTC, sobre la eventual inconstitucionalidad del art. 10.8 LJCA, con apoyatura en este motivo del recurso de reposición del Ministerio Fiscal.
Recuerda que es sabido que, con carácter general, no es procedente el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad una vez que el órgano judicial ha dictado la resolución correspondiente aplicando la norma de cuya constitucionalidad duda, habida cuenta de que la cuestión de inconstitucionalidad presenta en nuestro ordenamiento jurídico carácter prejudicial (AATC 184/2009, de 15 de julio; 155/2013, de 9 de julio, y 96/2018, de 18 de septiembre). Ahora bien, existen también supuestos en que se ha exceptuado esa regla general y no se ha apreciado la vulneración del carácter prejudicial de la cuestión debido a que la misma norma cuestionada de inconstitucionalidad había de ser aplicada en dos momentos procesales distintos, de modo que su aplicación en un primer momento no excluía el planteamiento en el segundo (por ejemplo, ATC 35/2013, de 12 de febrero). Esta sería la doctrina que habría de ser aplicada al presente supuesto al objeto de excepcionar la regla general antes mencionada. En consecuencia, la aplicación previa de la norma aquí cuestionada, en las circunstancias descritas, no sería causa suficiente, por sí sola, para inadmitir esta cuestión de inconstitucionalidad.
c) En segundo lugar, analiza si el auto que plantea la cuestión expresa suficientemente los juicios de aplicabilidad y de relevancia (arts. 163 CE y 35.1 LOTC). Tras resumir la doctrina constitucional al respecto, afirma que, en el presente caso, existe de modo notorio el necesario nexo causal entre la posible inconstitucionalidad de la norma legal cuestionada y la resolución que ha de recaer en el proceso pendiente. El art. 10.8 LJCA (introducido por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre) había de ser aplicado para resolver la petición formulada por la Comunidad Autónoma de Aragón; y, del mismo modo, el precepto cuestionado habría de ser aplicado más tarde para resolver los recursos de reposición entablados tanto por la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón como por el Ministerio Fiscal frente al auto de 10 de octubre de 2020, por el que se denegó la autorización solicitada.
Sin embargo, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, a la hora de dictar el auto de planteamiento de la presente cuestión de inconstitucionalidad no ha tomado en consideración, a efectos de aplicabilidad y relevancia del precepto cuestionado, la incidencia que pudiera tener en su razonamiento tanto el entonces vigente Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declaró el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2, como el también vigente Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre, por el que se prorroga el estado de alarma declarado por el anterior Real Decreto. El art. 2.3, segundo inciso, del Real Decreto 926/2020 dispuso que, a los fines de dictar, por delegación del Gobierno de la Nación, las órdenes, resoluciones y disposiciones necesarias para la aplicación de lo previsto en sus arts. 5 a 11, «no será precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno ni será de aplicación lo previsto en el segundo párrafo del artículo 8.6 y en el artículo 10.8 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa». De modo que podría pensarse en la innecesaridad de la autorización prevenida en el nuevo art. 10.8 LJCA en el caso que ahora se está considerando. Circunstancia que persistía bajo la vigencia del Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre. Sin embargo, tales disposiciones no han sido tomadas en consideración en modo alguno por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón a la hora de efectuar, en su auto de planteamiento de la presente cuestión de inconstitucionalidad, los juicios de aplicabilidad y de relevancia, a pesar de que dicho real decreto fue publicado en el «Boletín Oficial del Estado» núm. 282, de 25 de octubre de 2020, y de que dicha disposición entró en vigor en el momento de su publicación. Tal deficiencia resulta tan notoria que hace que la cuestión de inconstitucionalidad debiera ser considerada inadmisible conforme a lo establecido en el art. 37.1 LOTC.
d) La fiscal general del Estado observa también una discrepancia entre la providencia de audiencia a las partes y el auto que planteó la cuestión. Este gira alrededor de dos ideas principales: que el precepto cuestionado confiere a los tribunales una función de control previo que los introduce en el procedimiento de elaboración del acto o disposición administrativos y los convierte en administración pública, lo que sería incompatible con la función jurisdiccional (art. 117.3 CE) y no se justifica por razón de garantía de los derechos (art. 117.4 CE); y que el precepto compromete el derecho fundamental del ciudadano a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), habida cuenta de que, al anticipar los tribunales un juicio de legalidad constitucional que opera como aval y complemento de legalidad para la validez de un acto que el legislador pone en duda en los casos a los que se refiere el art. 10.8 LJCA, se limitan las vías procesales de reacción del ciudadano frente a este tipo de actos al mero control de legalidad ordinaria. Pero esta última perspectiva no fue puesta de manifiesto a las partes en el trámite de alegaciones, por lo que no puede ser considerada ahora por el Tribunal Constitucional.
e) Entrando a analizar los vicios de inconstitucionalidad de la norma legal cuestionada, la fiscal general del Estado recuerda que los poderes que integran la potestad de autotutela son dos: declarativo y ejecutivo. La autotutela declarativa no predica más que la eficacia del acto administrativo, es decir, su capacidad para incorporarse a la realidad jurídica y producir todos los efectos jurídicos que su naturaleza y contenido conlleven (art. 98.1 de la Ley 39/2015). La potestad de autotutela ejecutiva, por su parte, consiste en la posibilidad de llevar al plano material el contenido del acto que la administración pública ha dictado previamente. Es decir, la fuerza vinculante o imperativa del contenido del acto administrativo se traslada a la realidad fáctica mediante su imposición a través de la coacción ante el administrado que se resiste a someterse voluntariamente a su fuerza obligatoria (arts. 97 y 99 de la Ley 39/2015).
El Tribunal Constitucional ha desarrollado su doctrina en torno al denominado privilegio de la autotutela administrativa en la STC 22/1984, de 17 de febrero, cuyo fundamento jurídico 4 se transcribe parcialmente. El art. 103.1 CE implica el abandono definitivo de la concepción de la administración pública como pura y simple ejecutora de la ley, sustituyéndose por la de una administración teleológicamente abocada a la consecución del interés general o de los fines públicos. Es pues en el cumplimiento de dichos fines donde la administración encuentra su legitimación última, si bien siempre sometida a la ley y a la Constitución. La STC 22/1984 declara que, si bien la autotutela no es inconstitucional, al venir amparada por el principio constitucional de eficacia, tampoco es un poder absoluto, ya que su ejercicio viene condicionado por su previsión legal y por el respeto a los derechos fundamentales.
f) Señala asimismo que la incorporación de la autorización judicial en el marco de la actividad administrativa y, por lo tanto, en la jurisdicción contencioso-administrativa, es relativamente reciente. A resultas de la STC 22/1984, se incorporó a la jurisdicción contencioso-administrativa la autorización judicial de entrada: primero en la Ley Orgánica del Poder Judicial; después en la derogada Ley de procedimiento administrativo común de 1992; y, por último, se consolidó en el art. 8 LJCA. La autorización de entrada es, sin duda, la especie más recurrente de autorización contencioso-administrativa (art. 100.3 de la Ley 39/2015). Pero, una vez consolidada la figura de la autorización de entrada, el legislador ha ido extendiendo el manto de la autorización contencioso-administrativa a otros ámbitos de actuación administrativa y para la protección de distintos derechos y libertades fundamentales; en ocasiones, yendo más allá de los mandatos constitucionales. Actualmente, la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa recoge, además de la autorización de entrada, la autorización para las inspecciones acordadas por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, la autorización para la protección de los derechos de propiedad intelectual, la autorización para la transferencia internacional de datos y la autorización o ratificación judicial de medidas sanitarias para la protección de la salud pública. Todas estas autorizaciones son distintas especies de un mismo género y comparten un tronco común. En cuanto a su naturaleza, en los procesos de autorización al órgano judicial se le encomienda exclusivamente la tutela de los derechos y libertades de los administrados frente a ciertas actuaciones administrativas susceptibles de vulnerarlos, función que el juzgador desempeña al margen (aunque no de forma absoluta) del habitual juicio de legalidad. Se ejerce así lo que se conoce como una función judicial no jurisdiccional o competencia no revisora, cuya cobertura constitucional se halla en el art. 117.4 CE. La garantía judicial aparece así como un mecanismo de orden preventivo, destinado a proteger el derecho, y no (como en otras intervenciones judiciales previstas en la Constitución) a reparar su violación cuando se produzca. La resolución judicial aparece como el método para decidir casos de colisión de valores e intereses constitucionales mediante una ponderación previa (STC 160/1991, de 18 de julio, FJ 8). Por último, la autorización judicial es una exigencia para el ejercicio de las potestades administrativas, de modo que su ausencia derivará en la nulidad de pleno Derecho de la actuación al lesionarse «derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional» [art. 47.1 a) de la Ley 39/2015]. En ningún caso la autorización o ratificación debe entenderse como un título judicial ejecutivo, pues la potestad de ejecución coactiva sigue residiendo en la administración pública.
g) En materia sanitaria, el art. 43 CE reconoce el derecho a la protección de la salud y recoge dos mandatos: uno, genérico, dirigido a los poderes públicos, a quienes compete organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios; y otro, específico, dirigido al legislador, para regular «los derechos y deberes de todos al respecto». La regulación de la actuación administrativa en situaciones de riesgo y emergencia para proteger la salud pública se halla contenida, en esencia, en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública, en la Ley 14/1986, de 25 de abril, general de sanidad, y en la Ley 33/2011, de 4 de octubre, general de salud pública, las dos últimas de carácter básico. Tales disposiciones dan cobertura, sobre todo, a la adopción de medidas sanitarias de carácter individual, pero ante un escenario de crisis sanitaria que pueda incluso llegar a perturbar gravemente el normal funcionamiento del sistema sanitario, la declaración del estado de alarma o de excepción ampara también el recurso a determinadas medidas limitativas o suspensivas de algunos derechos fundamentales. Así, tratándose del estado de alarma, el art. 11 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, prevé que «el decreto de declaración del estado de alarma, o los sucesivos que durante su vigencia se dicten, podrán acordar las medidas siguientes: a) Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos». Por tanto, la declaración del estado de alarma no solo es compatible con las medidas previstas en la Ley Orgánica 3/1986, sino que las disposiciones de esta permanecen inalteradas en la medida en que la mera limitación de la libertad ambulatoria supone una respuesta complementaria y de proyección general frente a una crisis sanitaria.
Ahora bien, los amplísimos poderes reconocidos a la administración pública por toda esa normativa, especialmente por la Ley Orgánica 3/1986, han venido a ser limitados mediante la previsión de la autorización o ratificación judicial, contenida en el momento presente en los arts. 8.6, 10.8 y 11.1 i) LJCA. Estos preceptos indican que la intervención del órgano judicial es preceptiva cuando las medidas adoptadas impliquen limitación o restricción de derechos fundamentales. Se trata de un clásico ejercicio de ponderación del interés general y el interés particular, que acompaña incesantemente el actuar de las administraciones públicas. No se trata, sin embargo, de un juicio absoluto, pues de ser así no hay duda de que la balanza siempre se decantaría a favor de la salud colectiva. Se trata, en cambio, de armonizar en cada caso y en atención a las circunstancias concurrentes y siguiendo determinados criterios, ambos valores. Se excluye, en todo caso, un juicio de fondo o de legalidad de la actuación administrativa, pues al juez solo le compete la tutela de derechos y libertades fundamentales. En el desarrollo de ese ejercicio de ponderación el órgano judicial valorará si la medida es adecuada, necesaria y proporcional. De modo que le es dado al órgano judicial cierto control del ejercicio de las potestades administrativas, en especial cuando algunos de sus componentes son discrecionales. Pero el órgano judicial tiene la oportunidad de traer al enjuiciamiento otros criterios: el análisis del riesgo; el principio de cientificidad; el principio de precaución; el principio de igualdad y no discriminación; y el insoslayable límite de la dignidad humana. En definitiva, el juicio de proporcionalidad tiene como finalidad última evitar que la decisión que se autoriza o ratifica sea irrazonable o arbitraria.
h) La fiscal general del Estado no comparte la tesis del auto de la Sala. Conforme a la STC 22/1984, cuando la norma constitucional o la ley lo exijan, la administración pública requerirá para su actuación la autorización judicial. Es precisamente el art. 10.8 LJCA (introducido por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre) el que establece, para casos como el presente, la preceptiva autorización (o ratificación) judicial de las medidas adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria (fundamentalmente, la Ley Orgánica 3/1986) que las autoridades sanitarias de ámbito distinto al estatal consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente. Se ejerce entonces por el órgano judicial lo que se conoce como una función judicial no jurisdiccional o una competencia no revisora, cuya cobertura constitucional se halla en el art. 117.4 CE, quedando excluida de la tradicional función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado que contempla el art. 117.3 CE, puesto que al órgano judicial no le corresponde escrutar en sede de recurso la rectitud de la actuación administrativa ni, sobre todo, pronunciarse al respecto, sino únicamente garantizar la incolumidad de los derechos y libertades de los ciudadanos. Lo que le corresponde es, en esencia, valorar si la protección de un bien colectivo, en este caso la salud pública, justifica el sacrificio de los derechos individuales de los ciudadanos a los que se dirigen las actuaciones administrativas. Pero todo ello no convierte al órgano judicial en administración pública, como sostiene la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón en su auto de planteamiento de la cuestión.
9. La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón presentó su escrito de alegaciones el 12 de abril de 2021. Interesa que el Tribunal Constitucional declare que el art. 10.8 LJCA, en la redacción introducida por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, no es inconstitucional si se interpreta de conformidad con el texto constitucional, tanto desde el punto de vista procesal (finalización del procedimiento mediante sentencia y consiguiente aplicación del régimen de recursos ordinarios y extraordinarios), como material. Fundamenta su pretensión en las razones que a continuación se resumen.
a) Comienza exponiendo el objeto de la cuestión de inconstitucionalidad y señala que la reforma introducida por la Ley 3/2020 en el art.10.8 LJCA ha sido abordada por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo en un auto de 24 de marzo de 2021 (recurso de queja núm. 570-2021), que confirmó la denegación de la preparación de recurso de casación frente a un auto de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que había denegado la ratificación de las medidas sanitarias adoptadas por la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid.
La doctrina del Tribunal Supremo al respecto puede ser resumida en tres puntos. En primer lugar, en cuanto a la naturaleza del procedimiento, se señala que en él no debaten partes procesales enfrentadas, sino que opera como un procedimiento de cognición limitada, preferente y sumario, incardinado en el ámbito de la protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, que tiene por objeto la autorización o ratificación judicial de medidas limitativas de derechos fundamentales, adoptadas por razones de salud pública; de ahí que únicamente intervengan la administración pública que acuerda las medidas y el Ministerio Fiscal, en la función de garante de la legalidad que institucionalmente le corresponde. En segundo lugar, en cuanto a la forma que han de adoptar las resoluciones de las salas de los tribunales superiores de justicia, la falta de una previsión legal expresa debe salvarse, a juicio del Tribunal Supremo, extendiendo analógicamente a estas la misma regla que establece la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa respecto de las resoluciones de los juzgados, es decir, deben revestir la forma de auto. Finalmente, al examinar la posibilidad de recurso, a pesar de advertir que los correlativos autos dictados por los juzgados son susceptibles de recurso de apelación y la sentencia que lo resuelva podrá ser recurrida en casación, el Tribunal Supremo niega idéntica posibilidad de recurso de casación a los dictados por los tribunales superiores de justicia en el ejercicio de su competencia atribuida por el art. 10.8 LJCA.
b) La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón alega que el art. 10.8 LJCA, interpretado en el sentido que lo hace el Tribunal Supremo en esa resolución, incurriría en las tachas de inconstitucionalidad que le imputa la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón en su auto de planteamiento de la cuestión. Cabe incluso entender que el precepto cuestionado podría adicionalmente vulnerar el derecho de la tutela judicial efectiva de los ciudadanos (art. 24.1 CE), cuya protección tiene encomendada en este procedimiento el Ministerio Fiscal como garante de la legalidad, al carecer este de la posibilidad de recurrir un auto que se adopta en ratificación o denegación de una medida que, al proponerse, revela una colisión de derechos fundamentales, a saber, los derechos a la vida y la integridad física de la población frente a los derechos de quienes se vean restringidos por la actuación administrativa cuya ratificación se ha solicitado. Conviene no ignorar que el legislador ha previsto los recursos de apelación y de casación frente a los autos de los juzgados dictados en este mismo contexto y que afectan únicamente a uno o varios particulares concretos e identificados de manera individualizada, sin que se aprecie fundamento constitucional para el distinto tratamiento en función de la no identificabilidad de los destinatarios.
Señala el auto de planteamiento que el precepto cuestionado implica que deba completarse la validez del acto administrativo forzando una intervención judicial al margen de la función jurisdiccional que le es propia, lo que efectivamente sucederá —sostiene la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón— si las resoluciones que se adopten quedan excluidas del régimen ordinario y extraordinario de recursos, hurtando incluso la posibilidad de valoración de existencia de interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia que pudiera dar lugar a un pronunciamiento del Tribunal Supremo, lo que permitiría reconducir la función de los tribunales superiores de justicia a la estrictamente jurisdiccional, alejándola de la función consultiva vinculante lesiva del orden constitucional, a la que se opone la Sala proponente de la cuestión de inconstitucionalidad.
c) No obstante, entiende la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón que cabe una interpretación del precepto cuestionado que sería compatible con la Constitución. Desde un punto de vista estrictamente procesal, parte de la consideración de que estos incidentes del art. 10.8 LJCA deberían resolverse por los tribunales superiores de justicia mediante sentencia, con fundamento en la aplicación supletoria de la Ley de enjuiciamiento civil (LEC): dado que la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa no expresa en este supuesto la clase de resolución judicial que ha de dictarse, y habida cuenta que esta pone fin al procedimiento una vez concluida la tramitación legalmente prevista, habrá de dictarse sentencia para poner fin al proceso (art. 206 LEC), lo que permitiría seguir el régimen legal de recursos ordinarios y extraordinarios.
La atribución a la jurisdicción contencioso-administrativa de la competencia para conocer de la autorización o ratificación judicial de las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental es previa a la reforma operada por la Ley 3/2020. La reforma legal se ha limitado a disgregar el órgano judicial que había de conocer del asunto, en función de si la medida afecta a particulares concretos e identificados de manera individualizada o si los destinatarios no están identificados individualmente. No existe por lo tanto motivo para intuir que fuese intención del legislador acompañar la reorganización competencial de la modificación del régimen de recursos en el sentido de privar de tal posibilidad en uno de los casos, lo que confirma la razonabilidad de aplicar las previsiones de la Ley de enjuiciamiento civil, concebidas a este preciso efecto. De hecho, hasta la entrada en vigor de la controvertida modificación legislativa los juzgados de lo contencioso-administrativo estaban conociendo de estos asuntos relativos a medidas que afectaban a destinatarios no identificados individualmente, siendo sus resoluciones susceptibles de recurso (cita, en este sentido, autos dictados por diversos juzgados aragoneses).
Si se admite este modelo procesal, cabe una interpretación del art. 10.8 LJCA compatible con nuestra Constitución, afirma la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón. Sostiene que a este fin es necesario abordar el amparo legal existente a la adopción de medidas por las autoridades sanitarias, en el contexto de una pandemia generada por una enfermedad transmisible, que está causando graves perjuicios en la salud de los ciudadanos, e incluso provoca, en algunos casos, su fallecimiento. La declaración de estado de alarma puede revelarse como instrumento idóneo, entre otros supuestos, alega la letrada, cuando, como de hecho sucedió en marzo de 2020, por las características de la epidemia y sus efectos, el Gobierno de la Nación considere necesario asumir un mando único. Sin embargo, modificadas las circunstancias iniciales, se planteó el carácter no imprescindible de un mando único, de modo que no necesariamente había de acudirse nuevamente a la declaración de estado de alarma a fin de dotar a las comunidades autónomas de la capacidad de adoptar las medidas que estimasen indispensables.
Hay que partir de la íntima conexión entre el derecho a la salud y los derechos a la vida y a la integridad física (arts. 43 y 15 CE), que ha sido afirmada por el Tribunal Constitucional (AATC 114/2014, de 8 de abril, y 40/2020, de 30 de abril). Asimismo, reiterada doctrina constitucional ha advertido que no toda afectación de un derecho fundamental exige ley orgánica (por todas, STC 160/1987). Si se dotó del rango de ley orgánica al breve contenido de la Ley Orgánica 3/1986, circunscrito a habilitar a las autoridades competentes en materia de salud pública a adoptar las medidas necesarias en los casos que contempla, ha de entenderse que el legislador apreció que estaba acometiendo una labor de desarrollo de derechos fundamentales y libertades públicas, estableciendo restricciones de esos derechos y libertades, pues de lo contrario habría bastado el rango legal ordinario, y se habrían integrado sus previsiones en la Ley 14/1986, general de sanidad. Nótese que ambas disposiciones legales se tramitaron conjuntamente, siendo aprobada la orgánica el 14 de abril y la ordinaria el día 25 del mismo mes, lo que resulta avalado por la jurisprudencia constitucional (STC 186/2013, de 4 de noviembre). El legislador de 1986, consciente de ser inviable una previsión infalible y de la eventual necesidad futura de limitación de derechos fundamentales, acordó ampliar el abanico de opciones mediante expresiones genéricas, permitiendo así una respuesta eficaz a cualquier contingencia, pues autoriza cualquier decisión, incluyendo las restrictivas de derechos fundamentales y libertades públicas.
Esta posibilidad no ha venido introducida, por vía de interpretación, por la nueva redacción del art. 10.8 LJCA, como plantea el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, sino que existe desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica 3/1986, por lo que, así interpretada esta última, la nueva redacción del art. 10.8 LJCA no infringe el art. 81.1 CE, ni los principios de seguridad jurídica e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos consagrados en el art. 9.3 CE. Una interpretación restrictiva de la legislación sanitaria, en particular de la Ley Orgánica 3/1986, no solo se aleja de la literalidad de la norma (al resultar patente que esta ha rechazado limitar las medidas sanitarias que pueden adoptar las autoridades) sino que puede rozar la arbitrariedad, o llevar a esa peculiar cogobernanza entre las autoridades sanitarias y las judiciales que intenta descartar el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, al residenciar en estas últimas la decisión final acerca de qué medidas han de considerarse válidas, y cuáles no han de serlo.
La cláusula general contenida en la Ley Orgánica 3/1986 conferiría a la autoridad sanitaria una habilitación cuya limitación viene fundamentalmente determinada por el supuesto de hecho habilitante: la existencia de un riesgo de carácter transmisible. Es sobre este extremo sobre el que principalmente debería versar el control jurisdiccional. Adicionalmente, este control permitiría velar de manera genérica por la proporcionalidad de las medidas que faculta a adoptar y su idoneidad para la consecución del fin de control del riesgo transmisible, poniendo coto a actuaciones que fuesen claramente desproporcionadas o arbitrarias.
d) La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón sostiene que la adopción de medidas en materia de salud pública es una responsabilidad exclusiva de la administración competente. El art. 10.8 LJCA no ha pretendido limitar esa responsabilidad trasladándola a los órganos judiciales. Interpretar ese precepto en el sentido de que otorga al orden jurisdiccional contencioso-administrativo la competencia de determinar qué medidas pueden adoptarse y las que quedan vedadas, supondría convertir a los órganos judiciales en cotitulares de la potestad reglamentaria, y corresponsables, junto con la autoridad sanitaria, en la respuesta a la pandemia. Desde el punto de vista de la protección de los derechos fundamentales no contraviene la Constitución fijar un control jurisdiccional que asegure la concurrencia del supuesto de hecho habilitante y realice una apreciación apriorística sobre la proporcionalidad e idoneidad de las medidas restrictivas de estos derechos; en definitiva, que identifique supuestos de manifiesta ilegalidad. Todo ello sujeto a la imprescindible función revisora del Tribunal Supremo en los casos en los que se aprecie la existencia de interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia.
Como han venido señalando los juzgados y tribunales que han resuelto sobre las solicitudes presentadas, la ratificación judicial de las medidas no alcanza a la declaración de su conformidad a Derecho, sino que el pronunciamiento en este trámite se ciñe a su valoración como necesarias, justificadas y proporcionales en cuanto a las limitaciones que imponen para lograr el fin perseguido, en este caso la protección de la salud pública, atendido el contexto y los parámetros de constitucionalidad que definen el contenido de los derechos fundamentales y las libertadas públicas. No se debe confundir el ámbito de cognición que atribuye el art. 10.8 LJCA con el propio de un recurso contencioso-administrativo que pudiera interponerse contra la disposición administrativa de carácter general que publica las medidas y las obligaciones que estas conllevan para el ciudadano, y que tendría por objeto cualquier otro aspecto que pudiera incidir en la legalidad de la disposición. De acuerdo con lo argumentado, los órganos judiciales podrían controlar, y así lo vienen haciendo, el cumplimiento de las exigencias de verificación de proporcionalidad contempladas, entre otras, en la STC 60/2010, de 7 de octubre (cita en ese sentido la letrada diversas resoluciones de tribunales superiores de justicia).También hasta la entrada en vigor de la controvertida modificación legislativa los juzgados de lo contencioso-administrativo estaban conociendo de manera pacífica de estos asuntos relativos a medidas que afectaban a destinatarios no identificados individualmente, y autorizándolas, con la excepción de algún pronunciamiento aislado.
e) Concluye la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón que esta interpretación del precepto cuestionado, que han venido haciendo los juzgados y los tribunales superiores de justicia, no solo es compatible con la Constitución, sino que adicionalmente refuerza la efectividad de la tutela judicial de los derechos de los ciudadanos. Por una parte, estos se benefician de un control previo general que descarta la eventual manifiesta arbitrariedad de una actuación administrativa limitativa de derechos fundamentales y libertades públicas, siempre que quepa valorar la existencia de interés casacional que dé lugar a un eventual recurso, pues de lo contrario la denegación de la ratificación dejaría desprovistos de protección a los ciudadanos cuya vida e integridad física se ha tratado de proteger. Por otra parte, la medida, una vez ratificada, es susceptible de ser impugnada por cualquier interesado en vía contencioso-administrativa, posibilidad de la que no dispone cuando la medida se ha adoptado mediante la declaración de estado de alarma, instrumento jurídico que, al gozar de rango de ley, únicamente puede ser impugnado ante el Tribunal Constitucional, careciendo los ciudadanos de legitimación para hacerlo (ATC 7/2012 y STC 83/2016).
Esta interpretación cobra además pleno sentido desde el punto de vista de la reforma operada por la Ley 3/2020, que se limitó, en lo que aquí importa, a disociar el órgano judicial que ha de conocer del asunto en función de los destinatarios de las medidas, sin que de ello quepa inferir una voluntad de alteración del ejercicio de la función jurisdiccional más allá de la nueva atribución de competencia objetiva.
10. Mediante providencia de 31 de mayo de 2022, se señaló para deliberación y votación de la presente sentencia el siguiente día 2 de junio del mismo año.
II. Fundamentos jurídicos
1. Objeto de la cuestión de inconstitucionalidad.
La Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón plantea cuestión de inconstitucionalidad en relación con el art. 10.8 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa (en adelante LJCA), redactado por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al Covid-19 en el ámbito de la administración de justicia. Su texto dice así:
«Artículo 10. Competencias de las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia.
[…]
8. Conocerán de la autorización o ratificación judicial de las medidas adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria que las autoridades sanitarias de ámbito distinto al estatal consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente.»
La Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón considera que esta disposición vulnera el principio constitucional de separación de poderes (arts. 103, 106 y 117 CE). El precepto cuestionado, al introducir un control judicial previo de constitucionalidad de medidas generales adoptadas por las administraciones públicas, mediante reglamentos u otros actos de alcance general que se dirigen a una pluralidad indeterminada de ciudadanos, conferiría a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia una función consultiva vinculante, que las convertiría en mero apéndice judicial de un procedimiento administrativo de elaboración de disposiciones de carácter general (pues sus destinatarios no están identificados individualmente), totalmente ajeno a su potestad jurisdiccional (art. 117.3 CE) y que no se justificaría por la garantía de los derechos fundamentales (art. 117.4 CE). Estos derechos, más bien, resultarían menoscabados, al otorgarse una aparente autoridad judicial a las medidas administrativas sanitarias y debilitar el posterior control judicial (art. 106.1 CE).
Tanto el abogado del Estado como la fiscal general del Estado, tras suscitar diversos óbices procesales, sostienen la plena constitucionalidad del precepto cuestionado. La letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón afirma que el precepto sería inconstitucional en la interpretación del órgano judicial promotor de la cuestión, pero mantiene que es posible una interpretación del mismo conforme con la Constitución, en los términos que han quedado expuestos en el relato de antecedentes de la presente sentencia. Coinciden en cualquier caso el abogado del Estado, la fiscal general del Estado y la letrada de la Comunidad Autónoma de Aragón en entender que el art. 10.8 LJCA encuentra cobertura constitucional en la facultad del legislador estatal de atribuir funciones no estrictamente jurisdiccionales a los jueces y tribunales integrantes del Poder Judicial, en garantía de cualquier derecho (art. 117.4 CE).
2. Contexto y antecedentes de la disposición legal cuestionada.
Para apreciar correctamente el problema constitucional que se suscita en este asunto, es preciso examinar el contexto y antecedentes de la disposición legal cuestionada. Las autorizaciones judiciales para la ejecución de actos administrativos fueron introducidas en la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (en adelante LOPJ), haciéndose eco de la doctrina sentada por la STC 22/1984, de 17 de febrero, en la que se declaró que el art. 18.2 CE no resultaba aplicable solamente a las entradas llevadas a cabo como consecuencia de un registro acordado durante la instrucción de una causa criminal, sino que el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio protegía frente a cualquier intrusión llevada a cabo por una autoridad pública, como era, en el caso, una administración local que ejecutaba una orden de desalojo para llevar a efecto la demolición de una construcción ilegal, en aplicación de la legislación urbanística.
Consecuentemente, el art. 87.2 LOPJ, en su redacción original, dispuso que «[c]orresponde también a los juzgados de instrucción la autorización en resolución motivada para la entrada en los domicilios y en los restantes edificios o lugares de acceso dependiente del consentimiento de su titular, cuando ello proceda para la ejecución forzosa de los actos de la administración». Esa atribución fue luego trasladada a los juzgados de lo contencioso-administrativo por la Ley Orgánica 6/1998, de 13 de julio, aprobada junto con la vigente LJCA. En la actualidad, el art. 91.2 LOPJ (en la redacción de la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio) dispone que «[c]orresponde también a los juzgados de lo contencioso-administrativo autorizar, mediante auto, la entrada en los domicilios y en los restantes edificios o lugares cuyo acceso requiera el consentimiento de su titular, cuando ello proceda para la ejecución forzosa de actos de la administración, salvo que se trate de la ejecución de medidas de protección de menores acordadas por la entidad pública competente en la materia».
Es la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa la que regula las autorizaciones judiciales que precisan las autoridades administrativas para la ejecución de sus actos. Su art. 8, que enumera las atribuciones de los juzgados de ese orden jurisdiccional, incluyó desde el primer momento la potestad de conocer «de las autorizaciones para la entrada en domicilios y restantes lugares cuyo acceso requiera el consentimiento de su titular, siempre que ello proceda para la ejecución forzosa de actos de la administración pública» (art. 8.5 LJCA, en su redacción original). Más tarde, la Ley 1/2000, de 7 de enero, de enjuiciamiento civil, en su disposición final decimocuarta, añadió un segundo párrafo al art. 8.5 LJCA, atribuyendo a los juzgados de lo contencioso-administrativo la novedosa facultad de conocer de «la autorización o ratificación judicial de las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental». El art. 8.5 LJCA fue renumerado como art. 8.6 por la disposición adicional decimocuarta.2 de la Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre.
De este modo, el art. 8.6 LJCA venía a atribuir a los juzgados de lo contencioso-administrativo competencia para emitir distintas autorizaciones a las administraciones públicas: para la entrada en domicilios en ejecución forzosa de actos administrativos; para la entrada e inspección de domicilios, locales, terrenos y medios de transporte, en materia de defensa de la competencia; y para las autorizaciones y ratificaciones de medidas sanitarias urgentes y necesarias para la salud pública que impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental.
Del contexto de esta regulación se infería que la intervención de los juzgados de lo contencioso-administrativo prevista en el art. 8.6 LJCA debía entenderse referida a las medidas para la protección de la salud pública acordadas por las administraciones públicas que afectasen a algún derecho fundamental de personas concretas, esto es, medidas singulares, en las que los destinatarios de las mismas están identificados individualmente.
Conviene recordar que, concluido el estado de alarma declarado por Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, para afrontar la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19, y sucesivamente prorrogado (hasta en seis ocasiones, por periodos de quince días), se aprobó el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, que pretendía establecer unas reglas mínimas de apoyo a las medidas sanitarias que deberían adoptar a partir de entonces las comunidades autónomas, que recuperaban en su totalidad sus competencias sanitarias para los tiempos de normalidad. Surgidos diferentes y alarmantes episodios de contagios por el Covid-19 en esta nueva situación, diversas comunidades autónomas procedieron a dictar disposiciones generales, bien de los consejeros autonómicos de salud, bien de los gobiernos autonómicos, en las que adoptaban medidas encaminadas a proteger la salud pública que implicaban privación o restricción de derechos fundamentales (entre ellas, confinamientos perimetrales, como en el caso en el que se ha suscitado la presente cuestión de inconstitucionalidad). Además, las autoridades autonómicas, invocando el art. 8.6 LJCA, procedieron a solicitar de los juzgados de lo contencioso-administrativo la autorización o ratificación de tales medidas, lo que dio lugar a pronunciamientos dispares de estos juzgados (también de juzgados de otro orden jurisdiccional en funciones de guardia) que, en unos casos ratificaron las medidas de salud pública autonómicas, y en otros las denegaron.
La situación descrita dio lugar a que el art. 8.6 LJCA fuese reformado por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al Covid-19 en el ámbito de la administración de justicia, que también modificó el art. 10.8 LJCA, así como el art. 11.1 i) LJCA. En efecto, la referida disposición de la Ley 3/2020 (que tiene su origen en una enmienda introducida en la tramitación ante el Senado) reordenó la competencia del orden jurisdiccional contencioso-administrativo sobre autorizaciones de medidas sanitarias que afectasen a derechos fundamentales, de tal forma que a los juzgados de lo contencioso-administrativo se les atribuye competencia para conocer de la autorización o ratificación de las medidas sanitarias ablativas o restrictivas de derechos fundamentales «plasmadas en actos administrativos singulares» (nueva redacción del párrafo segundo del art. 8.6 LJCA), mientras que la autorización o ratificación judicial de las disposiciones sanitarias generales adoptadas por las comunidades autónomas se encomienda a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia (nuevo art. 10.8 LJCA, objeto de la presente cuestión de inconstitucionalidad), y si esas disposiciones generales emanan de las autoridades estatales se declara competente a la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional [art. 11.1 i) LJCA].
De este modo, la reforma introducida por la Ley 3/2020 estableció de modo expreso que la intervención de los juzgados de lo contencioso-administrativo lo es solo para la autorización o ratificación de medidas singulares para la protección de la salud pública acordadas por las administraciones públicas competentes que supongan la privación o restricción a algún derecho fundamental, es decir, de medidas contenidas en actos administrativos dirigidos a destinatarios identificados individualmente.
Pero, al propio tiempo, esta reforma legal vino a dar expresa cobertura normativa a la referida práctica de las comunidades autónomas, tras la entrada en vigor del citado Real Decreto-ley 21/2020, de solicitar a la jurisdicción contencioso-administrativa la autorización o ratificación de disposiciones de sus gobiernos en las que se adoptan medidas generales (esto es, cuyos destinatarios no están identificados individualmente), encaminadas a proteger la salud pública, que implican privación o restricción de derechos fundamentales. Con ello, el legislador ha optado por la solución de que todas las medidas sanitarias generales que puedan suponer una injerencia en un derecho fundamental deban contar con la intervención de la voluntad de dos poderes, el ejecutivo y el judicial, para su entrada en vigor y aplicación, de suerte que la autorización o ratificación judicial es un instrumento para perfeccionar y otorgar eficacia a esas disposiciones generales en materia de salud pública, lo que suscita la duda de constitucionalidad planteada.
La Ley 3/2020 también introdujo algunas reglas para la tramitación del procedimiento de autorización o ratificación judicial de las medidas sanitarias urgentes que impliquen limitación o restricción de derechos fundamentales. Únicamente puede promover este novedoso procedimiento la administración pública que pretende obtener la autorización o ratificación judicial y solo el Ministerio Fiscal está llamado a intervenir en él. El procedimiento se caracteriza por su tramitación preferente, por los brevísimos plazos en que ha de sustanciarse (debe resolverse, por auto, en un plazo máximo de tres días naturales), por carecer de naturaleza contradictoria (ya que no hay en él partes enfrentadas) y por limitarse la cognición a la que da lugar a resolver si procede la autorización o ratificación judicial de las medidas generales limitativas de derechos fundamentales adoptadas por las autoridades sanitarias para proteger la salud pública (art. 122 quater LJCA).
Conviene por otra parte advertir que, si bien la Ley 3/2020 utiliza los términos autorización o ratificación como sinónimos, en rigor se trata de técnicas diferentes, pues la autorización es previa a la actuación de la administración pública, mientras que la ratificación es posterior. En realidad, la diferenciación entre la autorización (intervención judicial ex ante) y la ratificación (intervención judicial ex post) cobra pleno sentido cuando se trata de medidas administrativas singulares para la protección de la salud pública que afectan a derechos de los destinatarios, en el marco del art. 8.6 LJCA: como regla, la administración debe solicitar autorización al juez para realizar una determinada actuación (la autorización habilita para llevar a cabo esa actuación), mas, en caso de urgencia, la administración adoptará la medida e inmediatamente solicitará al juez que la ratifique (la ratificación judicial hace posible que la medida siga aplicándose, perdiendo su eficacia si no es ratificada). Por el contrario, cuando se trata de medidas generales, esto es, aquellas cuyos destinatarios no están identificados individualmente, lo que se establece en el art. 10.8 LJCA, así como en el art. 11.1 i) LJCA, es, propiamente hablando, un régimen de autorización judicial: la aprobación del órgano judicial competente es condición previa y necesaria para la eficacia de las medidas generales que la administración pública pretende aplicar por razones de protección de la salud pública.
La jurisprudencia al respecto de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo (que emplea también el término ratificación como sinónimo de autorización) ha venido a corroborar que el régimen de intervención judicial previsto en los arts. 10.8 y 11.1 i) LJCA implica que las medidas generales adoptadas por las autoridades sanitarias para proteger la salud pública, que comporten la limitación o restricción de derechos fundamentales, no pueden desplegar eficacia antes de que hayan sido autorizadas judicialmente: «No tendría ningún sentido un procedimiento como el ahora regulado por los artículos 10.8 y 11.1 i) si se pretendiera con él un control sucesivo de actuaciones de la administración ya perfectas y plenamente eficaces. No lo tendría porque para lograr ese objetivo ya existían las vías adecuadas en la Ley de la jurisdicción. Además, siendo la propia administración promotora de la medida sanitaria la que debe solicitar la ratificación, no cabe entender que acude al órgano judicial para impugnar un acto, sino que lo hace para dotarle de una eficacia que por sí sola no puede darle». De modo que «las medidas sanitarias aún no ratificadas judicialmente no despliegan efectos, ni son aplicables». En suma, «la ratificación es condición de eficacia de las medidas sometidas a ella» [STS núm. 719/2021, de 24 de mayo, fundamento de Derecho 4 A), cuya doctrina resume y reitera la STS núm. 1092/2021, de 26 de julio, fundamento de Derecho 5].
En fin, conviene advertir que la reforma introducida por la Ley 3/2020 no preveía que las resoluciones que pudieran dictar las correspondientes salas del orden contencioso-administrativo (de los tribunales superiores de justicia o de la Audiencia Nacional) en aplicación de los arts. 10.8 y 11.1 i) LJCA pudieran ser recurribles en casación. Fue el art. 15 del Real Decreto-ley 8/2021, de 4 de mayo, por el que se adoptan medidas urgentes en el orden sanitario, social y jurisdiccional a aplicar tras la finalización del estado de alarma declarado por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, la norma que estableció que esos autos son susceptibles de recurso de casación ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, modificando al efecto los arts. 87, 87 ter, y 122 quater LJCA. Esta regulación, contra la que se ha presentado recurso de inconstitucionalidad por más de cincuenta diputados, queda fuera del presente enjuiciamiento.
3. Sobre el óbice de admisibilidad alegado por la fiscal general del Estado.
Del conjunto de normas reformadas por la Ley 3/2020 resulta relevante en el presente asunto, en definitiva, el art. 10.8 LJCA, que es el precepto cuestionado por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón, en un proceso en el que el Gobierno de Aragón solicitó autorización para imponer determinadas medidas de confinamiento perimetral sobre un municipio situado en su territorio. Pero antes de proceder al enjuiciamiento de la norma cuestionada hemos de examinar las objeciones procesales formuladas por el abogado del Estado y la fiscal general del Estado a la admisibilidad de la cuestión de inconstitucionalidad.
La fiscal general del Estado afirma que la cuestión de inconstitucionalidad cumple los requisitos procesales de admisión, salvo el relativo al juicio de aplicabilidad, que es a la que propiamente se refiere. Sostiene que el auto que planteó la cuestión hubiera debido razonar sobre los efectos que provoca en el proceso judicial a quo la declaración del estado de alarma realizada por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, prorrogado por el Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre.
En respuesta a este óbice es oportuno recordar que la doctrina sobre la carga de fundamentación que pesa sobre quien recurre una ley ante esta jurisdicción constitucional, nacida en la STC 11/1981, de 8 de abril, solo puede ser aplicada con muchos matices en el caso de cuestiones de inconstitucionalidad. A diferencia de los recursos de inconstitucionalidad, en las cuestiones el juez o tribunal que las plantea no asume la posición procesal de recurrente: se trata de un proceso prejudicial, en cuya virtud el órgano judicial que debe aplicar en un proceso ante él pendiente una norma legal de cuya validez depende el fallo decide elevar al Tribunal Constitucional la cuestión de si dicha norma respeta la Constitución (art. 163 CE y art. 35 LOTC). Como este tribunal viene advirtiendo, a diferencia del recurso, la cuestión de inconstitucionalidad «no es una acción concedida para impugnar de modo directo y con carácter abstracto la validez de la ley, sino un instrumento puesto a disposición de los órganos judiciales para conciliar la doble obligación en que se encuentran de actuar sometidos a la ley y a la Constitución. […] La supremacía de esta obliga también a los jueces y tribunales a examinar, de oficio o a instancia de parte, la posible inconstitucionalidad de las leyes en las que, en cada caso concreto, hayan de apoyar sus fallos, pero, en defensa […] de la dignidad de la ley emanada de la representación popular, el juicio adverso a que tal examen pueda eventualmente conducirlos no los faculta para dejar sin más de aplicarlas, sino solo para cuestionarlas ante este tribunal. La depuración continua del ordenamiento desde el punto de vista de la constitucionalidad de las leyes, y siempre a salvo la acción del propio legislador, es así resultado de una colaboración necesaria entre los órganos del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, y solo esta colaboración puede asegurar que esta labor depuradora sea eficaz y opere de manera dinámica y no puramente estática, ya que sólo por esta vía, y no por la del recurso de inconstitucionalidad, cabe tomar en consideración el efecto que la cambiante realidad social opera sobre el contenido de las normas» (STC 17/1981, de 1 de junio, FJ 1; en el mismo sentido, SSTC 224/2006, de 6 de julio, FJ 5, y 166/2012, de 1 de octubre, FJ 2, entre otras muchas).
Por consiguiente, la relación que se entabla entre este Tribunal Constitucional y los jueces y tribunales ordinarios que nos plantean cuestiones sobre la validez constitucional de las leyes es una relación de colaboración, dirigida a asegurar la supremacía de la Constitución. La cuestión no se encuentra sometida a los requisitos procesales que son propios de los recursos, los cuales ofrecen vías procesales para que determinadas autoridades o minorías parlamentarias, externas al sistema procesal español, puedan impugnar las normas que forman el ordenamiento sujeto a la Constitución. La cuestión de inconstitucionalidad se encuentra sometida a los requisitos específicos de este mecanismo de cooperación entre tribunales de distinto orden jurisdiccional con la finalidad, absolutamente esencial, de asegurar la constante depuración del ordenamiento jurídico español. Por esta razón, es jurisprudencia reiterada de este tribunal que «es a los jueces y tribunales ordinarios que plantean las cuestiones de inconstitucionalidad a quienes, en principio, corresponde comprobar y exteriorizar la existencia del llamado juicio de relevancia, de modo que el Tribunal Constitucional no puede invadir ámbitos que, primera y principalmente, corresponden a aquellos, adentrándose a sustituir o rectificar el criterio de los órganos judiciales proponentes, salvo en los supuestos en que de manera notoria, sin necesidad de examinar el fondo debatido y en aplicación de principios jurídicos básicos se desprenda que no existe nexo causal entre la validez de los preceptos legales cuestionados y la decisión a adoptar en el proceso a quo, ya que en tales casos solo mediante la revisión del juicio de relevancia es posible garantizar el control concreto de constitucionalidad que corresponde a la cuestión de inconstitucionalidad y evitar que los órganos judiciales puedan transferir al Tribunal Constitucional la decisión de litigios que pueden ser resueltos sin acudir a las facultades que este tribunal tiene para excluir del ordenamiento las normas inconstitucionales» (por todas, STC 139/2005, de 26 de mayo, FJ 5).
Atendiendo a esta doctrina constitucional debemos concluir que el órgano judicial que plantea la cuestión ha formulado suficientemente el juicio de aplicabilidad del precepto legal cuestionado. Por lo demás, no resulta en modo alguno evidente que la declaración del estado de alarma, efectuada el 25 de octubre de 2020, deba afectar al proceso que se encontraba entonces pendiente para autorizar, o no, un proyecto de orden sanitaria de fecha 7 de octubre anterior y aprobado en virtud de la legislación sanitaria común. El Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, que declaró el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2, con sus previsiones para afrontar la situación creada por el contagio del Covid-19, entró en vigor en el momento de su publicación en el «Boletín Oficial del Estado» el mismo 25 de octubre para el período de tiempo estrictamente marcado por el art. 116.2 CE, que no es susceptible de ampliación analógica sino, estrictamente, de prórroga mediante acuerdo expreso del Congreso de los Diputados. Y estableció un régimen especial, a tenor del art. 116 CE y la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio que, como observan todas las partes en este proceso, es distinto e independiente del que establece la legislación sanitaria encabezada por la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril.
En consecuencia, procede rechazar el óbice suscitado por la fiscal general del Estado.
4. Sobre los óbices de admisibilidad alegados por el abogado del Estado.
El abogado del Estado también achaca falta de motivación al auto de planteamiento de la cuestión, pero en relación con otro aspecto. En su opinión, el auto judicial no alcanza a explicar por qué la función atribuida por el art. 10.8 LJCA a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia, que no es una función estrictamente jurisdiccional, no es susceptible de ampararse en el art. 117.4 CE.
Este óbice tampoco puede ser compartido. Hay que recordar que la carga de fundamentación que se exige a los órganos judiciales, cuando cooperan con este Tribunal Constitucional en la tarea de depurar las disposiciones legislativas que vulneran la Constitución, no es tan estricta como la carga que recae sobre quienes interponen recurso de inconstitucionalidad, como señalamos en el fundamento jurídico anterior. Por añadidura, en el auto de planteamiento de la presente cuestión la Sala expone claramente por qué, a su juicio, la función que el art. 10.8 LJCA atribuye a los tribunales superiores de justicia no puede ser caracterizada como de garantía de derechos (en los términos previstos por el art. 117.4 CE), sino como una función consultiva, mero apéndice del procedimiento administrativo de elaboración de disposiciones administrativas. La Sala destaca varios aspectos en ese sentido, en particular el dato de que se trata de medidas sanitarias que implican la limitación o restricción de derechos fundamentales «cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente». Lo cual conlleva, según el auto de planteamiento, que los tribunales deban pronunciarse sobre medidas de carácter general, tengan formalmente o no el carácter de reglamentos, lo que rebasaría el límite de lo judicial, pues la garantía de derechos solo resulta factible cuando existan ciudadanos individuales cuyos derechos se vean singularmente afectados. Se podrá compartir o no el razonamiento, pero este existe, lo que resulta suficiente para descartar la objeción formulada por la abogacía del Estado.
El abogado del Estado suscita una segunda objeción de procedibilidad a la cuestión de inconstitucionalidad. Sostiene que no se cumple el juicio de relevancia porque la Sala que plantea la cuestión ya había aplicado en el proceso la norma cuya constitucionalidad pone en tela de juicio. En efecto, la Sala dictó un primer auto, de 10 de octubre de 2020, por el que denegó la autorización solicitada por la Consejería de Salud aragonesa el día 7 anterior para cerrar el perímetro del municipio de La Almunia de Doña Godina. Fue al resolver los recursos de reposición contra ese auto presentados por el Gobierno de Aragón y por el Ministerio Fiscal cuando abrió trámite de alegaciones acerca de la inconstitucionalidad (art. 35.2 LOTC) del precepto legal que atribuye la competencia de autorización judicial de medidas sanitarias y, subsiguientemente, planteó la cuestión que nos ocupa.
Para resolver este óbice procesal, son relevantes varias observaciones fácticas y jurídicas. En primer lugar, fue el Ministerio Fiscal quien suscitó en su recurso de reposición que el Tribunal Superior de Justicia de Aragón carecía de jurisdicción para autorizar un proyecto de orden de la Consejería de Sanidad que no había llegado a publicarse como tal en el «Boletín Oficial de Aragón». Cuestión que había mencionado en su primer informe, que se había visto obligado a evacuar el mismo día 8 de octubre de 2020 en el que se incoó el procedimiento de autorización, pero sin deducir la consecuencia puesta de manifiesto en el recurso de reposición. Se trata, en cualquier caso, de una cuestión de orden público procesal. Como tal, puede ser lícitamente suscitada en el recurso de reposición previsto por la ley contra los autos que dictan los tribunales contencioso-administrativos (art. 79 LJCA). Igualmente, puede ser tomada en consideración por el tribunal en cualquier momento del proceso, pues la jurisdicción contencioso-administrativa es improrrogable y la ley dispone que los órganos judiciales «apreciarán de oficio la falta de jurisdicción» (art. 5, apartados 1 y 2, LJCA) en consonancia con principios esenciales de la organización del poder judicial (art. 9, apartados 1 y 6, LOPJ). Si hemos dicho que el Derecho de la Unión Europea puede hacerse valer en cualquier momento del proceso, incluso cuando se encuentra en fase de ejecución de sentencia (SSTC 31/2019, de 28 de febrero, FFJJ 6 y 7, y 50/2021, de 3 de marzo, FJ 2), con mayor razón habrá que admitir que el respeto a la Constitución debe regir en todo momento de la vida de un proceso judicial, mientras este no se encuentre fenecido con fuerza de cosa juzgada (art. 40.1 LOTC), lo que obviamente no es el caso (SSTC 6/1998, de 13 de enero, FJ 5, y 46/2008, de 10 de marzo, FJ 2).
Por lo demás, el fundamento de este óbice se apoya en una lectura inadecuada de nuestra jurisprudencia. Es cierto que este tribunal ha inadmitido cuestiones de inconstitucionalidad porque el órgano judicial que conocía del proceso a quo ya había aplicado la ley cuya constitucionalidad luego sometía a cuestión. Pero desde el ATC 313/1996, de 29 de octubre, en que se acordó por vez primera esa inadmisión, queda claro que es determinante que el tribunal a quo aplique la ley cuestionada «de tal modo que vacíe a la cuestión por él suscitada de todo efecto o significado práctico dentro del proceso de origen» (ATC 313/1996, FJ 3; en el mismo sentido, AATC 201/2006, de 20 de junio, FJ 3, y 35/2013, de 12 de febrero, FJ 3). En la STC 186/1990, de 15 de noviembre, observamos que era evidente que el juzgado promotor de la cuestión de inconstitucionalidad pudo haber planteado de oficio la cuestión antes de dictar un auto en el que, efectivamente, aplicó la ley cuestionada; pero «es igualmente evidente que, advertida posteriormente por el juez a raíz de la petición de nulidad formulada por el acusado, la posible inconstitucionalidad de la norma aplicada, nada impide considerar que la cuestión haya sido planteada en el momento procesal adecuado». Lo determinante es siempre permitir «cuestionar la constitucionalidad de una norma legal cuya aplicación resulta imprescindible para fundamentar la decisión judicial a adoptar, impidiendo así la aplicación directa de la norma legal cuya constitucionalidad se cuestiona siempre y cuando la falta de planteamiento de la cuestión pueda ocasionar un perjuicio irreparable a alguna de las partes o atentar gravemente a la regularidad del procedimiento» (STC 186/1990, de 15 de noviembre, FJ 2).
Conviene evitar la lectura de párrafos sueltos de nuestras sentencias y autos, sin tomar en consideración los hechos y el contexto en el que han sido pronunciados y, en especial, de la consecuencia jurídica que se deriva de dichos razonamientos para la decisión del proceso constitucional correspondiente (STC 283/2000, de 27 de noviembre, FJ 4). La doctrina constitucional (art. 13 LOTC) no se construye con frases abstractas, sino con la razón de decidir (ratio decidendi) de nuestras sentencias y autos.
Así, es relevante destacar que el citado ATC 361/2004, de 21 de septiembre, inadmitió la cuestión planteada por un juzgado que, con anterioridad, había aplicado la normativa luego cuestionada mediante un auto contra el que no cabía recurso alguno; sin que la petición de aclaración presentada por una de las partes permitiera modificar la decisión judicial, haciendo que la duda de inconstitucionalidad resultase inútil (ATC 361/2004, FJ 4). Lo que no cabe es elevar cuestión de inconstitucionalidad «después de que el órgano judicial haya resuelto definitivamente» el proceso o el incidente sometido a su conocimiento (ATC 184/2009, de 15 de junio, FJ 2), sin respetar por tanto el carácter prejudicial de la cuestión de inconstitucionalidad (STC 269/2015, de 17 de diciembre, FJ 5).
En el presente caso, aunque la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón aplicó el precepto cuestionado en un primer auto, los recursos de reposición interpuestos contra este impidieron que adquiriese firmeza, al propio tiempo que imponen al órgano judicial el deber de dictar resolución definitiva, que está pendiente (art. 35.3 LOTC). Por añadidura, la alegación de inconstitucionalidad de la norma que atribuye jurisdicción a ese tribunal, presentada por el Ministerio Fiscal en su recurso de reposición, constituye una cuestión de orden público procesal que requiere una respuesta expresa y que, como tal, puede suscitarse en cualquier momento antes de que el órgano judicial agote el ejercicio de su función jurisdiccional mediante resolución firme por la que concluya el proceso con fuerza de cosa juzgada.
Queda pues rechazada también esta segunda objeción del abogado del Estado.
5. Acerca del alcance del principio constitucional de separación de poderes.
Descartados los óbices procesales opuestos por el abogado del Estado y la fiscal general del Estado a la admisibilidad de la presente cuestión, procede entrar en el enjuiciamiento constitucional del cuestionado art. 10.8 LJCA, redactado por la disposición final segunda de la Ley 3/2020.
Como ya se indicó, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón reprocha al precepto legal cuestionado la infracción del principio constitucional de separación de poderes y considera, por ello, que vulnera los arts. 103, 106 y 117 CE, al atribuir a los órganos judiciales del orden contencioso-administrativo funciones ajenas a su cometido constitucional.
Para dar respuesta a la cuestión planteada, es oportuno advertir que la separación de poderes es un principio esencial de nuestro constitucionalismo. La idea de que el poder público debe estar dividido en varias funciones, confiadas a autoridades distintas y separadas unas de otras, se encuentra en la raíz del constitucionalismo moderno y en el origen de nuestra tradición constitucional. La separación tripartita de los poderes del Estado, legislativo, ejecutivo y judicial, quedó consagrada en la Constitución de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, en términos que resuenan en nuestra Constitución vigente, como este tribunal ha tenido ocasión de recordar (STC 37/2012, de 19 de marzo, FFJJ 4 y 5).
De este modo, el principio de división y separación de poderes es consustancial al Estado social y democrático de Derecho que hemos formado los españoles mediante la Constitución de 1978 (art. 1.1 CE), pues se trata de un principio político y jurídico que impregna la estructura de todos los Estados democráticos. En efecto, aunque la Constitución de 1978 no enuncia expresamente el principio de separación de poderes, sí dispone que «[l]as Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado» (art. 66.2 CE); que el Gobierno «[e]jerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes» (art. 97 CE); y que «[e]l ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes» (art. 117.3 CE); a lo que se añade que «los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de esta a los fines que la justifican» (art. 106.1 CE).
Nuestra jurisprudencia se ha referido reiteradamente al principio de división y separación de poderes (SSTC 108/1986, de 29 de julio, FJ 6; 166/1986, de 19 de diciembre, FJ 11; 123/2001, de 4 de junio, FJ 11; 38/2003, de 27 de febrero, FJ 8; 231/2015, de 5 de noviembre, FJ 4; 33/2019, de 14 de marzo, FJ 3; 149/2020, de 22 de octubre, FJ 4; y 34/2021, de 17 de febrero, FJ 3, por todas), resaltando que se trata de un principio esencial del Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), como han recordado las SSTC 48/2001, de 26 de febrero, FJ 4, y 124/2018, de 14 de noviembre, FJ 6, que se encuentra estrechamente vinculado a las previsiones del art. 66.2 CE (las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado), del art. 97 CE (el Gobierno dirige la Administración civil y militar y ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria) y del art. 117.1, 3 y 4 CE (independencia de los jueces y tribunales integrantes del poder judicial, que ejercen en exclusiva la potestad jurisdiccional juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, sin perjuicio de las funciones que les puedan ser atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho).
De este modo, debe tenerse en cuenta que si bien «la evolución histórica del sistema constitucional de división de poderes ha conducido a una flexibilización que permite hoy hablar, salvo en reservas materiales de ley y en actividades de pura ejecución, de una cierta fungibilidad entre el contenido de las decisiones propias de cada una de dichas funciones», legislativa y ejecutiva, «a pesar de ello, no puede desconocerse que la Constitución encomienda la potestad legislativa del Estado a las Cortes Generales —art. 66.2— y la ejecución al Gobierno —art. 97— y, por tanto, esta separación deber ser normalmente respetada a fin de evitar el desequilibrio institucional que conlleva la intromisión de uno de dichos poderes en la función propia del otro» (STC 166/1986, FJ 11).
Por otra parte este tribunal también ha recordado que nuestro sistema constitucional, aparte de la regla de atribución de la potestad reglamentaria en el art. 97 CE, no contiene una «reserva de reglamento», lo cual no impide, cierto es, que una determinada materia, por su carácter marcadamente técnico, resulte más propio que sea objeto de una regulación por una norma reglamentaria que por una con rango legal (SSTC 18/1982, de 4 de mayo, FJ 3; 76/1983, de 5 de agosto, FJ 24; 77/1985, de 27 de junio, FJ 16, y 104/2000, de 13 de abril, FJ 9). Por lo demás, conforme a lo previsto en el art. 106.1 CE, «el control de legalidad de las normas reglamentarias es también competencia propia de los órganos del poder judicial que pueden, en consecuencia, sea anularlas, sea inaplicarlas, cuando las consideren contrarias a la ley» (STC 209/1987, de 22 de diciembre, FJ 3).
El principio de separación de poderes se completa por la Constitución de 1978 con diversos mecanismos de frenos y contrapesos, así como mediante la distribución territorial del poder y la creación de nuevos órganos constitucionales, en particular el Tribunal Constitucional, al que corresponde, como intérprete supremo de la Constitución (art. 1.1 LOTC), entre otras funciones relevantes, el control de constitucionalidad de las leyes y la resolución de los conflictos de competencia entre el Estado y las comunidades autónomas y de los conflictos entre órganos constitucionales del Estado.
Así, como este tribunal ha recordado en su STC 124/2018, FJ 6, siendo la forma política de nuestro Estado la monarquía parlamentaria (art. 1.3 CE), las Cortes Generales, que ejercen la potestad legislativa estatal, «tienen, por definición, una posición preeminente sobre el Poder Ejecutivo», si bien ello «ha de conciliarse, como es propio al Estado constitucional y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), con el respeto a la posición institucional de otros órganos constitucionales [STC 191/2016, FJ 6 C) c)]. La Constitución establece un sistema de relaciones entre órganos constitucionales dotados de competencias propias (SSTC 45/1986, FJ 4, y 234/2000, FJ 4), un sistema de distribución de poderes que evita su concentración y hace posible la aplicación de las técnicas de relación y control entre quienes lo ejercen legítimamente (ATC 60/1981, de 17 de junio, FJ 4). En definitiva, un entramado institucional y normativo, de cuyo concreto funcionamiento resulta un sistema de poderes, derechos y equilibrios sobre el que toma cuerpo una variable del modelo democrático que es la que propiamente la Constitución asume al constituir a España en un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE; STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7). Esta distribución o equilibrio de poderes que, como hemos adelantado, responde a la forma parlamentaria de Gobierno (art. 1.3 CE), y más específicamente, a lo que se ha dado en denominar ‘parlamentarismo racionalizado’ (STC 223/2006, de 6 de julio, FJ 6), la realiza la Constitución en sus títulos III, ‘De las Cortes Generales’, y IV, ‘Del Gobierno’, definiendo, a su vez, el título V, las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales, que vienen a establecer el sistema de frenos y contrapesos en que consiste la democracia (STC 176/1995, de 11 de diciembre, FJ 2)».
Por otra parte, a la clásica división horizontal de poderes se añade en nuestro ordenamiento constitucional una nueva «división vertical de poderes» (STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 2) o distribución territorial del poder, dimanante del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones (art. 2 y título VIII CE). En todo caso, la regulación de las instituciones de autogobierno de las comunidades autónomas, plasmada en el respectivo estatuto de autonomía [arts. 147.2 c) y 152.1 CE], como norma institucional básica de la comunidad autónoma (SSTC 247/2007, de 12 de diciembre, FJ 5, y 31/2010, de 28 de junio, FJ 4), ha venido a reproducir de manera homogénea el esquema clásico del principio de separación o división de poderes en lo que atañe a las funciones legislativa y ejecutiva, con una asamblea legislativa (elegida por sufragio universal y con arreglo a un sistema de representación proporcional) que ejerce la potestad legislativa autonómica, y un consejo de gobierno, encabezado por el presidente de la comunidad autónoma (elegido de entre los miembros de la asamblea, ante la cual es políticamente responsable), órgano colegiado ejecutivo de dirección y coordinación política de la comunidad autónoma, que ejerce la potestad reglamentaria y dirige la administración autonómica.
No existe, en cambio, un poder judicial propio en las comunidades autónomas, pues la Constitución ha configurado inequívocamente el Poder Judicial como una institución del Estado español en su conjunto (arts. 117 a 127 y art. 149.1.5 CE), con la precisión de que la jurisdicción contencioso-administrativa ejercerá el control de la actividad de la administración autonómica y de sus normas reglamentarias [art. 153 c) CE], previsión que reitera la regla general del art. 106.1 CE. Como este tribunal ha tenido ocasión de señalar, «una de las características definidoras del Estado autonómico, por contraste con el federal, es que su diversidad funcional y orgánica no alcanza en ningún caso a la jurisdicción». En efecto, en el Estado autonómico la función jurisdiccional «es siempre, y solo, una función del Estado». La relevancia constitucional del principio autonómico en el ámbito de la jurisdicción queda limitada a su condición de «criterio de ordenación territorial de los órganos de la jurisdicción y de las instancias procesales, pero sin perjuicio alguno de la integración de aquellos en un poder del Estado», de modo que las comunidades autónomas, que cuentan con gobierno y asamblea legislativa propios, «no pueden contar, en ningún caso, con tribunales propios, sino que su territorio ha de servir para la definición del ámbito territorial de un tribunal superior de justicia que no lo será de la comunidad autónoma, sino del Estado en el territorio de aquella». En suma, «la estructura territorial del Estado es indiferente, por principio, para el Judicial como poder del Estado» (STC 31/2010, FJ 42).
6. Independencia y reserva de jurisdicción del Poder Judicial.
Como este tribunal ha tenido ocasión de advertir, no hay duda de que el Poder Judicial «constituye una pieza esencial de nuestro ordenamiento como del de todo Estado de Derecho, y la misma Constitución lo pone gráficamente de relieve al hablar expresamente del ‘poder’ judicial, mientras que tal calificativo no aparece al tratar de los demás poderes tradicionales del Estado, como son el legislativo y el ejecutivo. El Poder Judicial consiste en la potestad de ejercer la jurisdicción, y su independencia se predica de todos y cada uno de los jueces en cuanto ejercen tal función, quienes precisamente integran el poder judicial o son miembros de él porque son los encargados de ejercerla. Así resulta claramente del artículo 117.1 de la Constitución, con que se abre el título VI de la misma dedicado al ‘Poder Judicial’» (STC 108/1986, FJ 6).
La Constitución define con precisión en qué consiste la función o potestad jurisdiccional que reserva a los jueces y tribunales integrantes del poder judicial en su art. 117, a los que garantiza el ejercicio independiente de esa función. El art. 117.3 CE dispone que la potestad jurisdiccional se ejerce en todo tipo de procesos que, por axioma, deben cumplir las garantías que les son propias (y que la Constitución protege como derecho fundamental en el art. 24.2). Dicha potestad consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, reflejando la fórmula acuñada por la Constitución de Cádiz (arts. 242 y 245) y preservada hasta el ordenamiento constitucional actual por la Ley provisional de la organización judicial de 15 de septiembre de 1870 (vigente hasta su derogación por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985).
Este mandato de exclusividad del art. 117.3 CE impide que ningún otro poder del Estado ejerza la potestad jurisdiccional. Y también impide, en sentido inverso, que los jueces y tribunales integrantes del poder judicial ejerzan potestades públicas ajenas a la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Dicho de otro modo, el principio de exclusividad jurisdiccional es el reverso del principio de reserva de jurisdicción y es corolario de la independencia judicial (arts. 117.1, 124.1 y 127.2 CE). En efecto, el principal rasgo que define a la función jurisdiccional y que la distingue de otras funciones públicas es que ha de ejercerse con independencia y sometimiento exclusivo al imperio de la ley. La independencia es atributo esencial del ejercicio de la jurisdicción, que en exclusiva corresponde a los jueces y tribunales integrantes del poder judicial, y se erige en pieza esencial de nuestro ordenamiento constitucional. Como este tribunal ha señalado, «en un Estado democrático de Derecho, […] la separación de poderes y el sometimiento de los jueces al imperio de la ley constituye uno de sus pilares básicos» (STC 48/2001, FJ 4).
No otra es la posición adoptada sobre la función jurisdiccional por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha venido recordando el papel esencial que juega en toda sociedad democrática el Poder Judicial, como garante de la justicia y del Estado de Derecho. Por ello resulta capital salvaguardar la independencia judicial respecto a los otros poderes del Estado. Advierte así la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo que «[e]l carácter complejo de la relación entre los jueces y el Estado exige que el Poder Judicial esté lo suficientemente alejado de otros poderes del Estado en el ejercicio de sus funciones para que los jueces puedan tomar decisiones basadas a fortiori en las exigencias del Derecho y la justicia, sin temer represalias ni esperar favores. Sería ilusorio creer que los jueces pueden defender el imperio de la ley y hacer efectivo el principio del Estado de Derecho si la legislación interna les priva de la protección de la Convención sobre cuestiones que afectan directamente a su independencia e imparcialidad» (SSTEDH de 9 de marzo de 2021, asunto Bilgen c. Turquía, § 79; de 29 de junio de 2021, asunto Broda y Bojara c. Polonia, § 120, y de 15 de marzo de 2022, asunto Grzęda c. Polonia, § 264).
Por otra parte, la Constitución de 1978 ha matizado el alcance absoluto del principio de exclusividad jurisdiccional en el art. 117.4 CE, que dispone que «[l]os Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho». Esa participación en funciones de garantía de derechos la llevan a cabo los jueces o magistrados en su condición de tales, pero al margen del ejercicio de la potestad jurisdiccional como titulares de un órgano judicial. La jurisprudencia constitucional ha declarado que corresponde al legislador estatal (art. 149.1.5 CE) atribuir a los jueces o magistrados «funciones distintas de la jurisdiccional», pero «sin que por tal motivo la exclusividad y la independencia de la función jurisdiccional queden menoscabadas» (STC 150/1998, de 2 de julio, FJ 2). Del mismo modo que la encomienda de esas funciones al Poder Judicial no debe menoscabar las atribuidas constitucionalmente a otros poderes del Estado. Pues, como también se dijo en la citada STC 108/1986, FJ 6, la independencia del Poder Judicial y de sus integrantes que establece la Constitución «tiene como contrapeso la responsabilidad y el estricto acantonamiento de los jueces y magistrados en su función jurisdiccional y las demás que expresamente les sean atribuidas por ley en defensa de cualquier derecho (art. 117.4), disposición esta última que tiende a garantizar la separación de poderes».
Por tanto, no puede olvidarse que la previsión contenida en el art. 117.4 CE, aunque matiza el principio de reserva jurisdiccional (art. 117.3 CE), tiende asimismo a asegurar el principio de separación de poderes, lo que excluye una interpretación extensiva de aquel precepto constitucional que conlleve una desnaturalización del Poder Judicial, lo que sin duda acaecería si se entendiese que el legislador puede atribuir a los jueces y tribunales, en garantía de cualquier derecho, cualquier tipo de función no jurisdiccional, desbordando los cometidos propios del Poder Judicial. Un entendimiento semejante de lo dispuesto en el art. 117.4 CE debe ser descartado, a fin de evitar el desequilibrio institucional que conllevaría la intromisión del Poder Judicial en las tareas constitucionalmente reservadas a otro poder del Estado, con la consiguiente quiebra del principio constitucional de separación de poderes, consustancial al Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), como ya se ha señalado.
Conviene asimismo tener en cuenta la necesidad de acotar las funciones de los distintos poderes del Estado, a fin de evitar fórmulas de actuación que, al involucrar a un poder en las funciones propias de otro, puedan impedir o dificultar la exigencia de las responsabilidades, políticas o jurídicas, que a cada cual correspondan, comprometiendo con ello el principio de responsabilidad de los poderes públicos, proclamado por el art. 9.3 CE y estrechamente vinculado con el principio de división o separación de poderes.
En suma, resulta obligado interpretar estrictamente el art. 117.4 CE, excluyendo, en consecuencia, aquellas interpretaciones extensivas que pudieran conducir a una desnaturalización de la configuración constitucional resultante del principio de separación de poderes (arts. 66.2, 97, 106.1 y 117 CE y concordantes).
7. Inconstitucionalidad y nulidad del art. 10.8 LJCA.
La exigencia, contenida en el cuestionado art. 10.8 LJCA, de autorización judicial para que puedan ser aplicadas las medidas generales adoptadas por las administraciones competentes a fin de proteger la salud pública, supone atribuir a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia una competencia que desborda totalmente la función jurisdiccional de los jueces y tribunales integrantes del poder judicial (art. 117.3 CE), sin que pueda encontrar acomodo en la excepción prevista en el art. 117.4 CE, a tenor de lo antes señalado. La garantía de los derechos fundamentales a que este precepto constitucional se refiere no puede justificar la atribución a los tribunales del orden contencioso-administrativo de una competencia ajena por completo a la función jurisdiccional, reservada en exclusiva a jueces y tribunales, como lo es la regulada en el precepto cuestionado, que determina una inconstitucional conmixtión de la potestad reglamentaria y la potestad jurisdiccional.
En efecto, el art. 10.8 LJCA quebranta el principio constitucional de separación de poderes, al atribuir esa norma a los órganos judiciales del orden contencioso-administrativo funciones ajenas a su cometido constitucional (arts. 106.1 y 117 CE), con menoscabo de la potestad reglamentaria que la Constitución (y los respectivos estatutos de autonomía) atribuye al Poder Ejecutivo (art. 97 CE), sin condicionarla al complemento o autorización de los jueces o tribunales para entrar en vigor y desplegar eficacia, bastando para ello la publicación en el correspondiente diario oficial. La potestad reglamentaria se atribuye por la Constitución (y por los estatutos de autonomía, en su caso) al Poder Ejecutivo de forma exclusiva y excluyente, por lo que no cabe que el legislador la convierta en una potestad compartida con el Poder Judicial, lo que sucede si se sujeta la aplicación de las normas reglamentarias al requisito previo de la autorización judicial.
A los tribunales de justicia les corresponde el control de legalidad de las normas reglamentarias [arts. 106.1, 117.3 y 153 c) CE], pudiendo, en consecuencia, anularlas, o inaplicarlas, cuando las consideren contrarias a la ley (STC 209/1987, FJ 3). Específicamente, ese control compete a los tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa (SSTC 83/1984, de 24 de julio, FJ 5; 141/1985, de 22 de octubre, FJ 2, y 224/1993, de 1 de julio, FJ 4, por todas), control que se ejerce, de acuerdo con lo dispuesto en la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, tanto en el supuesto de impugnación directa de las disposiciones de carácter general, como en el de la impugnación de los actos que se produzcan en aplicación de las mismas (impugnación indirecta). De ningún modo les corresponde a los jueces y tribunales integrantes del poder judicial injerirse en las tareas constitucionalmente reservadas a otro poder del Estado, como lo es la potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo (art. 97 CE). El principio constitucional de separación de poderes no consiente que el legislador convierta una potestad atribuida por la Constitución al Poder Ejecutivo en una potestad compartida con los tribunales de justicia integrantes del poder judicial. La potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo deja de ser tal si las normas emanadas al amparo de esa potestad constitucional exclusiva quedan privadas de un atributo esencial como lo es el de desplegar efectos por sí mismas, sin la intervención de otro poder público. Al Poder Judicial corresponde, pues, una función revisora, en cuanto la Constitución le encomienda el control «de la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de esta a los fines que la justifican» (art. 106.1 CE), y ese control se ejerce a posteriori, no a priori. El Poder Judicial no es, en fin, cogobernante o copartícipe del ejercicio de la potestad reglamentaria. Esta potestad, que el art. 97 CE atribuye al Gobierno, no está, ni puede estarlo, sujeta a permiso o autorización de otro poder, pues en tal caso dejaría de ser una potestad constitucional exclusiva, al no poder desplegar efectos por sí misma.
La autorización judicial de las disposiciones administrativas generales dictadas para la protección de la salud pública que establece el precepto cuestionado implica decisivamente a los tribunales de justicia en la puesta en marcha de medidas de política sanitaria y produce una inconstitucional confusión de las funciones ejecutiva y judicial, que despoja al Poder Ejecutivo de la potestad reglamentaria que tiene constitucionalmente atribuida (art. 97 CE) y al mismo tiempo compromete la independencia del Poder Judicial (arts. 117.1, 124.1 y 127.2 CE), al hacerle corresponsable de la decisión política que solo al Poder Ejecutivo corresponde. Además, impide o dificulta la exigencia de responsabilidades jurídicas y políticas a las autoridades administrativas, vulnerando así el principio de responsabilidad de los poderes públicos (art. 9.3 CE), directamente relacionado con el principio de separación de poderes, como ya se dijo, así como el pleno control judicial de las administraciones públicas previsto por la Constitución [arts. 106.1, 117.3 y 153 c) CE].
La confusión es innegable, pues se trata de disposiciones de carácter general dictadas por el Poder Ejecutivo, cuyo cumplimiento se impone a un número indeterminado de personas durante un período de tiempo indefinido, pero que necesitan del complemento de la autorización expresa de un órgano judicial para desplegar eficacia. Las medidas sanitarias generales aprobadas por el Poder Ejecutivo competente, verdaderos reglamentos urgentes de necesidad, se configuran como válidos desde la aprobación gubernamental, pero no son eficaces ni, por tanto, aplicables hasta que no reciben la autorización judicial, de acuerdo con la norma legal cuestionada. Ello supone, asimismo, un menoscabo cierto para el principio constitucional de eficacia al que está sujeta la actuación de las administraciones públicas (art. 103.1 CE) y por ende su potestad reglamentaria, en forma de ejecutoriedad, pues la exigencia de autorización judicial dificulta y demora la aplicación de unas medidas orientadas a la protección de la salud pública que se pretenden urgentes y que por tanto requieren una aplicación inmediata. Se añade a lo anterior que, mientras que las normas reglamentarias solo precisan de la publicación en el correspondiente diario oficial para su vigencia y eficacia, las resoluciones de los tribunales de justicia que, conforme al precepto cuestionado, autorizan unas determinadas medidas generales sanitarias, en todo o en parte, no son objeto de publicación oficial, con el consiguiente menoscabo a su vez de los principios de publicidad de las normas y de seguridad jurídica consagrados por el art. 9.3 CE.
Por otra parte, la atribución efectuada por la Ley 3/2020 a los tribunales de justicia del orden contencioso-administrativo para que autoricen medidas sanitarias de alcance general que limitan o restringen derechos fundamentales (art. 10.8 LJCA) excede de los márgenes previstos por el art. 117.4 CE. Como se dijo en la citada STC 108/1986, FJ 6, la Constitución impone un «estricto acantonamiento» de los jueces y magistrados en su función jurisdiccional. La atribución de otras funciones que la ley les pueda atribuir en garantía de cualquier derecho (art. 117.4 CE) ha de respetar los límites ínsitos en el principio de separación de poderes y no debe permitir, en ningún caso, que por motivo del ejercicio de esa garantía de derechos, «la exclusividad y la independencia de la función jurisdiccional queden menoscabadas» (STC 150/1998, de 2 de julio, FJ 2).
La «garantía de cualquier derecho» a la que se refiere el art. 117.4 CE a fin de permitir, por excepción, la asignación por ley de funciones no jurisdiccionales a los juzgados y tribunales, es un remedio estricto, individualizado o concreto, muy distinto de la intervención judicial ex ante prevista en el precepto cuestionado, que tiene carácter de control de legalidad preventivo y abstracto de una disposición general (que afecta a un número indeterminado de destinatarios), como lo confirma la citada jurisprudencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, al señalar que, en el proceso de autorización judicial previsto en los arts. 10.8, 11.1 j) y 122 quater LJCA, el juicio del tribunal competente «ha de quedar circunscrito a la constatación preliminar de los aspectos externos y reglados de la actuación administrativa y, todo lo más, a una verificación prima facie de la adecuación, necesidad y proporcionalidad de las medidas dispuestas. A falta de contradicción y de una prueba plena, no cabe aquí un examen a fondo» [STS núm. 719/2021, de 24 de mayo, fundamento de Derecho 4 B), cuya doctrina resume y reitera la STS núm. 1092/2021, de 26 de julio, fundamento de Derecho 5].
Como consecuencia de ello, entiende el Tribunal Supremo que la autorización judicial que llegue a acordarse, «si bien hará eficaces y aplicables las medidas correspondientes, no podrá condicionar de ningún modo el control de la legalidad que se efectúe a través del recurso contencioso-administrativo, si es que se interpone por quien tenga legitimación para ello» [STS núm. 719/2021, de 24 de mayo, fundamento de Derecho 4 B)]. Dicho de otro modo, esa eventual autorización judicial «no excluye la posibilidad de que cualquier persona que ostente un interés legítimo pueda después impugnar las medidas sanitarias judicialmente ratificadas mediante el recurso contencioso-administrativo. En otras palabras, el control judicial preventivo no es un examen exhaustivo de la legalidad de la actuación, ni por supuesto cercena el derecho a la tutela judicial efectiva de cualquier persona afectada por las medidas ratificadas» [STS núm. 788/2021, de 3 de junio, fundamento de Derecho 5].
Por tanto, es notorio que, al establecer el precepto cuestionado un control jurisdiccional ex ante y abstracto, esa previsión legal no puede encontrar acomodo en el art. 117.4 CE, que limita su alcance a la atribución a los jueces y tribunales de funciones no jurisdiccionales y no puede suponer en ningún caso la atribución al Poder Judicial de competencias que dejen en entredicho su independencia y menoscaben las constitucionalmente atribuidas a otros poderes públicos. Lo que prevé la norma legal cuestionada es un control jurisdiccional preventivo (limitado esencialmente a verificar la proporcionalidad de las medidas generales en materia sanitaria), que se erige en condición de eficacia de la disposición reglamentaria urgente de que se trate, despojando así al Poder Ejecutivo de su potestad reglamentaria y convirtiendo a los tribunales de justicia en copartícipes de esa potestad, en contravención de las previsiones contenidas en los arts. 97, 106.1 y 117 CE. Por lo demás, de la conjunción de estos preceptos constitucionales se infiere que el constituyente se ha decantado por un sistema en el que el control judicial de la potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo ha de producirse ex post. El control preventivo, ex ante, que establece la norma cuestionada, quebranta ese mandato constitucional, sin que la posibilidad de un posterior recurso contencioso-administrativo por parte de cualquier legitimado contra las medidas previamente autorizadas (o contra los actos que las apliquen), desvirtúe esa conclusión. Ese eventual control judicial a posteriori se verá inevitablemente condicionado, en buena parte, por lo resuelto en el control preventivo que autorizó las medidas sanitarias (en cuanto a la existencia de habilitación legal para acordar las medidas, la competencia de la administración que las ha dictado y la adecuación, necesidad y proporcionalidad de las medidas propuestas).
En suma, la autorización judicial de las medidas sanitarias de alcance general prevista en el cuestionado art. 10.8 LJCA, que además no tiene respaldo en ninguna ley sustantiva, provoca una reprochable confusión entre las funciones propias del Poder Ejecutivo y las de los tribunales de justicia, que menoscaba tanto la potestad reglamentaria como la independencia y reserva de jurisdicción del Poder Judicial, contradiciendo así el principio constitucional de separación de poderes, consustancial al Estado social y democrático de Derecho (arts. 1.1, 97, 106.1 y 117 CE).
Esa inconstitucional conmixtión de potestades quebranta también el principio de eficacia de la actuación administrativa (art. 103.1 CE) y limita o dificulta igualmente, como ya se dijo, la exigencia de responsabilidades políticas y jurídicas al Poder Ejecutivo en relación con sus disposiciones sanitarias generales para la protección de la salud pública, en detrimento del principio de responsabilidad de los poderes públicos, consagrado en el art. 9.3 CE. Quiebra, asimismo, como también hemos señalado, los principios constitucionales de publicidad de las normas y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), dado que las resoluciones judiciales que autorizan, en todo o en parte, esas disposiciones generales en materia sanitaria no son publicadas en el diario oficial correspondiente, lo que dificulta el conocimiento por parte de los destinarios de las medidas restrictivas o limitativas de derechos fundamentales a las que quedan sujetos como consecuencia de la autorización judicial de esos reglamentos sanitarios de necesidad.
Conviene advertir que la norma controvertida, al igual que ha sucedido con otras iniciativas normativas anteriores, responde a la necesidad de adoptar medidas que contribuyan a preservar la salud y seguridad de los ciudadanos ante la grave situación creada por la pandemia del Covid-19. En tal sentido, el legislador entendió que la autorización judicial de las medidas sanitarias urgentes de alcance general, encaminadas a proteger la salud pública, que implicaren restricción o limitación de derechos fundamentales, podía constituir un instrumento jurídico idóneo para garantizar la proporcionalidad de esas medidas en cada caso. Por otra parte, como ya se dijo, el precepto legal cuestionado venía así a dar expresa cobertura normativa a la práctica seguida por las comunidades autónomas tras la entrada en vigor del Real Decreto-ley 21/2020 de solicitar a la jurisdicción contencioso-administrativa la autorización para la puesta en práctica de medidas de protección frente al Covid-19 que pudiesen afectar a derechos o libertades fundamentales y cuyos destinatarios no estuviesen identificados individualmente.
Pero no está en discusión el propósito garantista que animaba al legislador para establecer la regulación impugnada, sino determinar la adecuación del precepto cuestionado a los mandatos constitucionales. La inconstitucionalidad del art. 10.8 LJCA, en la redacción introducida por la Ley 3/2020, resulta, en último término, de la innegable confusión que ocasiona de las funciones ejecutiva y judicial, menoscabando la potestad reglamentaria que al Poder Ejecutivo corresponde, al tiempo que compromete la independencia del Poder Judicial, como ha quedado razonado. Consecuentemente, el art. 10.8 LJCA, redactado por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, debe ser declarado inconstitucional y nulo.
8. Extensión de la declaración de inconstitucionalidad y nulidad por conexión o consecuencia a preceptos no cuestionados.
El art. 39.1 LOTC dispone que el Tribunal Constitucional declarará también la nulidad de otros preceptos de la misma ley enjuiciada a los que la declaración de inconstitucionalidad y nulidad del precepto legal cuestionado «deba extenderse por conexión o consecuencia». La aplicación de esta facultad del tribunal en el ámbito de las cuestiones de inconstitucionalidad ha sido expresamente reconocida en reiteradas ocasiones (por todas, SSTC 159/1991, de 18 de julio, FFJJ 1 y 5; 178/2004, de 21 de octubre, FJ 10, y 365/2006, de 21 de diciembre, FJ 7).
La disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, mediante la redacción dada al cuestionado art. 10.8 LJCA, otorgó a las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia competencia para autorizar o ratificar medidas sanitarias urgentes, que limitan o restringen derechos fundamentales con alcance general, es decir, «cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente». La misma disposición de la Ley 3/2020 asignó idéntica facultad a la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional, al introducir el nuevo apartado i) del art. 11.1 LJCA. La única diferencia entre ambos preceptos legales consiste en el ámbito de competencia de las autoridades sanitarias que aprueban las medidas generales de salud pública sometidas a idéntica intervención judicial: los tribunales superiores de justicia conocen de las medidas adoptadas por «las autoridades sanitarias de ámbito distinto al estatal» (art. 10.8 LJCA), mientras que la Audiencia Nacional conoce de las medidas adoptadas por «la autoridad sanitaria estatal» [art. 11.1 i) LJCA].
Tanto en un caso como en el otro, las medidas son idénticas: medidas adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria que la administración pública correspondiente considere «urgentes y necesarias para la salud pública» y que «impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales, cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente» [arts. 10.8 y 11.1 i) LJCA]. Es, asimismo, idéntica la intervención judicial, consistente en autorizar, en su caso, esas medidas generales mediante un procedimiento sumario y preferente, sin más participación que la administración solicitante y el Ministerio Fiscal, y en un plazo de tres días naturales. Las medidas sanitarias generales aprobadas por el Poder Ejecutivo no son aplicables hasta que no reciben la autorización judicial, lo que determina una inconstitucional conmixtión de la potestad reglamentaria y la potestad jurisdiccional, como ya hemos señalado, lesiva de los arts. 97, 106.1 y 117.3 y 4 CE, así como de los principios de responsabilidad de los poderes públicos, publicidad de las normas y seguridad jurídica (art. 9.3 CE).
Por consiguiente, la declaración de inconstitucionalidad y nulidad del art. 10.8 LJCA debe traer aparejada la misma declaración del art. 11.1 i) LJCA, redactados ambos por la disposición final segunda de la Ley 3/2020. Asimismo debe declararse inconstitucional y nulo, por conexión o consecuencia (art. 39.1 LOTC), el inciso «10.8 y 11.1 i)» del art. 122 quater LJCA, introducido por esa misma disposición legal.
FALLO
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, por la autoridad que le confiere la Constitución de la Nación española, ha decidido estimar la presente cuestión de inconstitucionalidad y, en consecuencia, declarar la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de los artículos 10.8 y 11.1 i) y del inciso «10.8 y 11.1 i)» del art. 122 quater, todos ellos de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, en la redacción dada por la disposición final segunda de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al Covid-19 en el ámbito de la administración de justicia.
Publíquese esta sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».
Dada en Madrid, a dos de junio de dos mil veintidós.–Pedro José González-Trevijano Sánchez.–Juan Antonio Xiol Ríos.–Santiago Martínez-Vares García.–Antonio Narváez Rodríguez.–Ricardo Enríquez Sancho.–Cándido Conde-Pumpido Tourón.–María Luisa Balaguer Callejón.–Ramón Sáez Valcárcel.–Enrique Arnaldo Alcubilla.–Concepción Espejel Jorquera.–Inmaculada Montalbán Huertas.–Firmado y rubricado.
Voto particular conjunto que formulan los magistrados y magistradas don Cándido Conde-Pumpido Tourón, doña María Luisa Balaguer Callejón, don Ramón Sáez Valcárcel y doña Inmaculada Montalbán Huertas a la sentencia dictada en la cuestión de inconstitucionalidad núm. 6283-2020
En el ejercicio de la facultad que nos confiere el artículo 90.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, y con el máximo respeto a la opinión de la mayoría, formulamos el presente voto particular por discrepar tanto de la fundamentación como del fallo de la sentencia recaída en el presente proceso, en tanto declara inconstitucional y nulo, por vulneración del principio de separación de poderes, el mecanismo de control judicial previo de medidas sanitarias urgentes restrictivas de derechos fundamentales cuyos destinatarios no estén identificados individualmente [arts. 10.8 y 11.1 i) de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa (LJCA), tras su reforma por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre].
Frente a lo que sostiene la sentencia, consideramos que el mecanismo sometido a enjuiciamiento atribuye a los órganos judiciales una función de control judicial en garantía de los derechos fundamentales que encuentra cobertura constitucional en el art. 117.4 CE; tarea esta que en modo alguno menoscaba la independencia ni la exclusividad de la función jurisdiccional, y que no afecta a las funciones constitucionalmente atribuidas al poder ejecutivo de un modo que pueda reputarse inconstitucional.
En lo que sigue, dejamos constancia de los fundamentos de nuestra posición discrepante tanto con el fallo como con los razonamientos que sustentan la posición de la mayoría.
1. Cuestión procesal previa: la insuficiente consideración del carácter prejudicial de la cuestión de inconstitucionalidad.
Con carácter previo a la exposición de las razones sustantivas de nuestra discrepancia, es pertinente aludir a un extremo de índole procesal, atinente a la propia admisión a trámite de la cuestión de inconstitucionalidad. Entendemos que la conclusión de que en este caso concurrían los presupuestos procesales necesarios para ello se alcanzó sin tener suficientemente en cuenta las circunstancias en que se planteó la cuestión, que hubieran debido conducir a una decisión de inadmisibilidad.
Debe recordarse que, en virtud del carácter prejudicial de la cuestión de inconstitucionalidad, su planteamiento en relación con una norma que ya ha sido aplicada en el propio proceso por el órgano proponente conduce a su inadmisión, en la medida en que lo contrario quebraría la verdadera finalidad de dicho mecanismo de control de constitucionalidad de las leyes (por todas, STC 269/2015, de 17 de diciembre, FJ 2). Como reiteradamente ha señalado este tribunal, lo que determina la inadmisibilidad de las cuestiones de inconstitucionalidad es que el tribunal a quo aplique la ley cuestionada «de modo tal que vacíe a la cuestión por él suscitada de todo efecto o significado práctico dentro del proceso de origen» (ATC 35/2013, de 12 de febrero, FJ 3, y los allí citados).
El fundamento jurídico 4 de la sentencia se refiere al juicio de relevancia y considera correctamente cumplido este presupuesto procesal, argumentando, en contestación a las alegaciones realizadas al respecto por el abogado del Estado, que no obsta a ello el hecho de que la cuestión se plantease en el marco del recurso de reposición, una vez que el órgano judicial proponente había aplicado ya la norma de cuya constitucionalidad dudó solo después. La sentencia razona en este punto acerca de la importancia del recurso de reposición como mecanismo que, por una parte, ofrece al órgano judicial una ulterior oportunidad para detectar los posibles problemas de inconstitucionalidad de la ley ya aplicada, y, que de otro lado, impide que la decisión judicial recurrida adquiera firmeza, imponiendo sobre el órgano judicial el deber de dictar resolución definitiva.
Frente a ello, entendemos que debería haberse tenido en cuenta la singularidad del objeto del proceso a quo, cifrado en realizar un juicio indiciario de la legalidad de determinadas medidas urgentes dirigidas a frenar la propagación de una enfermedad contagiosa, en un contexto de excepcionalidad en que el tiempo es un elemento crítico. De haber sido tomadas en consideración, dichas circunstancias deberían haber llevado a concluir que el órgano judicial no puede demorar a la fase de reposición el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad si, como sucedió en este caso, disponía ya desde antes de los elementos de juicio suficientes para plantearla. Y, en todo caso, debería haberse tenido en cuenta que, debido al contenido de la medida sometida a autorización judicial, la admisión a trámite y posterior resolución de la cuestión de inconstitucionalidad por parte de este tribunal no podía tener ya ningún tipo de efecto o significado práctico en el proceso de origen, debido a que el mero paso del tiempo priva a tal proceso a quo de todo su sentido.
2. Razones sustantivas de nuestra discrepancia: consideraciones generales.
La argumentación que sustenta el fallo de la sentencia está basada en tres ejes fundamentales. El primero consiste en la deducción de la Constitución de un parámetro de enjuiciamiento transversal fundado en la división de poderes; parámetro abstracto e implícito que se exteriorizaría y concretaría a través de varios preceptos constitucionales específicos. El segundo eje de la argumentación descansa sobre la afirmación de que el mecanismo de control judicial ex ante sometido a examen implica repartir el ejercicio de la potestad reglamentaria entre poder ejecutivo y poder judicial. Por último, se somete el mecanismo examinado, así categorizado, al canon de enjuiciamiento, para concluir que es incompatible con él. Por las razones que detallamos en los apartados siguientes de este voto, discrepamos de este iter argumental, que, entendemos, viene a construir un canon de enjuiciamiento artificioso y ad hoc; tergiversa la naturaleza y el sentido de la disposición cuestionada; y, en esas condiciones, conduce a la declaración de inconstitucionalidad y nulidad de la misma, obviando que ésta admitía, como mantenemos, una interpretación acorde con la Constitución.
Antes de examinar estos elementos con mayor detalle consideramos necesario, sin embargo, poner de manifiesto varios problemas de fondo comunes a todos ellos, y que se resumen en el abierto apartamiento que en esta sentencia se produce respecto de la consolidada doctrina constitucional acerca del rol que, en el marco del Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), corresponde desempeñar respectivamente al legislador en su labor de configuración normativa y a este tribunal en su función de control de constitucionalidad de las normas con rango de ley.
Nuestra primera consideración en este sentido tiene que ver con la deferencia debida por este tribunal hacia la actividad del legislador. Ha de recordarse que la elección entre distintos posibles modelos de configuración normativa «es tarea que corresponde primordialmente al legislador democrático, como una legítima opción política de la que responder ante los ciudadanos en elecciones, y no a la jurisdicción constitucional, que debe limitarse a enjuiciar desde parámetros normativos si la concreta opción política ejercida por el órgano legitimado para ello desborda o no los límites de lo constitucionalmente admisible», y que, por lo tanto, este tribunal no puede «usurpar el espacio y margen de apreciación que corresponde al legislador democrático para adaptarse a las circunstancias de cada momento» (STC 112/2021, de 13 de mayo, FJ 8, y las allí citadas). Ello implica que, tratándose del control de las decisiones adoptadas por el legislador, la presunción de constitucionalidad de las leyes ha de ocupar un papel destacado en el enjuiciamiento de las cuestiones planteadas. De modo tal que, como este tribunal ha señalado desde la STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 1, «es necesario apurar todas las posibilidades de interpretar los preceptos de conformidad con la Constitución y declarar tan solo la inconstitucionalidad de aquellos cuya incompatibilidad con ella resulte indudable por ser imposible llevar a cabo dicha interpretación». A nuestro juicio, la sentencia de la que discrepamos se aleja indebidamente de esta doctrina constitucional e interfiere, sin razones constitucionales suficientes para ello y de modo desproporcionado, en el margen de apreciación que la Constitución atribuye al legislador democrático.
En segundo lugar, entendemos que la sentencia se aparta indebidamente de la prohibición de introducir en el juicio de constitucionalidad criterios relativos a la oportunidad o calidad de las leyes. Como ha señalado reiteradamente este tribunal, «el juicio de constitucionalidad no lo es de técnica legislativa», de modo que la función de control abstracto de constitucionalidad de la ley que nos incumbe no puede ocuparse de cuestiones referidas a la eficacia, conveniencia o acierto técnico de la norma (STC 120/2012, de 4 de junio, FJ 3, y las allí citadas). Esta precisión es importante porque, a nuestro entender, la sentencia de la que discrepamos se funda implícitamente en la consideración de que el mecanismo de control judicial ex ante cuestionado constituye una anomalía dentro de nuestro sistema de justicia administrativa, característica que afectaría al juicio de constitucionalidad. A subrayar esta idea serviría la exposición que, como punto de partida del enjuiciamiento (incluso antes de examinar los óbices procesales planteados por las partes), se hace en el fundamento jurídico 2 acerca de los antecedentes y del contexto legislativo de la medida. Se subraya allí que, hasta hora, el legislador había previsto este tipo de mecanismos de control en el seno de la jurisdicción contencioso-administrativa solamente en contextos tasados y en todo caso —según afirma la sentencia, y como discutiremos de inmediato— referidos a medidas administrativas de carácter singular. Consideramos que es un punto de partida desviado y que distorsiona el enjuiciamiento de la cuestión que se nos sometía a examen, pues el control de constitucionalidad de las leyes en modo alguno puede hacerse por referencia a la legalidad ordinaria y, en todo caso, el carácter novedoso, anómalo o incluso técnicamente mejorable de un precepto legal nada dice, por sí mismo, de su compatibilidad con la Constitución.
El tercer problema de alcance general que afecta a la sentencia de la que discrepamos —estrechamente relacionado con los dos anteriores— es que en ella se obvian el contexto y la finalidad de la reforma legislativa enjuiciada. Contexto que, como resulta conocido, es el de una pandemia provocada por un virus respiratorio con alta capacidad de transmisión y que, en el momento de aprobación de la Ley 3/2020 (septiembre de 2020), había provocado ya decenas de miles de muertes en España.
En ausencia de la declaración de alguno de los estados excepcionales que prevé el art. 116 CE, el único instrumento extraordinario que el ordenamiento español pone a disposición de las autoridades sanitarias para cumplir con eficacia (art. 103.1 CE) su deber de proteger la vida y la salud de las personas (arts. 15 y 43 CE), cuando ello haga necesario limitar o restringir el ejercicio de ciertos derechos fundamentales, es la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública. En efecto, su art. 3 establece que «con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible». Se trata, como es sabido, de una habilitación legal que ha sido fuertemente criticada por parte de la comunidad jurídica debido a la laxitud de sus términos —de los que se ha dicho que van más allá de la que es inevitable en una cláusula propia del Derecho de necesidad—, que permiten a las autoridades sanitarias el ejercicio de amplios márgenes de discrecionalidad en la configuración y adopción de las correspondientes medidas urgentes. Este alto grado de discrecionalidad se veía compensado, ya desde el año 2000, con un sistema reforzado de fiscalización judicial en vía contencioso-administrativa, consistente en completar el control judicial ordinario ex post con un mecanismo de autorización judicial ex ante de las medidas sanitarias urgentes que restringiesen derechos fundamentales, independientemente de la forma jurídica y el alcance (general o singular) bajo el cual se adoptasen dichas medidas. En efecto, no distinguía entre ellas la redacción dada al art. 8.5 LJCA por la Ley 1/2000, de 7 de enero, de enjuiciamiento civil. Según el segundo párrafo del precepto, «corresponderá a los juzgados de lo contencioso-administrativo la autorización o ratificación judicial de las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental».
La habilitación recogida en el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986 pasó a un primer plano en la gestión de la pandemia de Covid-19 una vez finalizado el primer estado de alarma declarado por el Gobierno para afrontar la crisis. En este momento, buena parte de las autoridades sanitarias y de los órganos judiciales entendieron, porque así derivaba de la redacción del art. 8.5 LJCA, que el mecanismo de autorización judicial previsto en dicho art. 3 resultaba aplicable a todas las medidas sanitarias urgentes (singulares y generales) adoptadas a su amparo; interpretación ésta discutida por algunos órganos judiciales, que interpretaron que las medidas de alcance general no precisaban control judicial previo. En estas circunstancias, el legislador optó por clarificar lo que ya derivaba del art. 8.5 LJCA, esto es, que la autorización judicial previa resultaba aplicable a todas esas medidas, contasen o no con destinatarios concretos e identificados individualmente. Por lo tanto, la única novedad introducida por los arts. 10.8 y 11.1 j) LJCA radica, en puridad, en la reordenación que se hace de esa competencia dentro del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, pues hasta el año 2021 la autorización judicial correspondía siempre a los juzgados de lo contencioso-administrativo.
Sostiene la sentencia de la que discrepamos, tras hacer una sucinta alusión a la finalidad tuitiva del precepto, que «no está en discusión el propósito garantista que animaba al legislador para establecer la regulación impugnada, sino determinar la adecuación del precepto cuestionado a los mandatos constitucionales» (FJ 7). Frente a ello consideramos, sin embargo, que tal propósito —servir de contrapeso a la discrecionalidad administrativa en un ámbito de programación legal muy poco densa, en un contexto en el que están en juego los derechos fundamentales— hubiera debido ser tenido en cuenta a la hora de realizar el juicio de ponderación con los principios constitucionales afectados por la medida enjuiciada. Juicio éste que, como después diremos, la sentencia indebidamente omite, y en el que hubiera sido necesario preguntarse acerca de la justificación y de la necesidad, adecuación y proporcionalidad en sentido estricto del mecanismo cuestionado.
3. El parámetro de enjuiciamiento.
Expuestos los motivos de nuestra discrepancia general con el modelo de control de constitucionalidad que plasma la sentencia, procede a continuación desglosar las razones por las que disentimos de su argumentación y fallo.
Nuestro primer motivo se refiere al parámetro de enjuiciamiento formulado en la sentencia. Consideramos que se fuerza la teoría de la división de poderes para deducir ex novo un canon de control de constitucionalidad artificioso y difuso, que no logra concretarse de manera convincente por referencia a ninguno de los preceptos constitucionales específicos sobre los que se apoya la fundamentación jurídica. Así, el parámetro de enjuiciamiento resultante no se corresponde con el modelo de distribución de poderes que recoge nuestra Constitución, ni se deriva de ella con la mínima claridad que sería necesaria para restringir, como se hace, el círculo de opciones legítimamente disponibles para el legislador democrático a la hora de configurar el sistema de justicia administrativa, las funciones admisibles de poder ejecutivo y poder judicial, y las opciones del poder público para hacer frente a la incertidumbre y al grave riesgo para la vida y la salud de las personas asociados a las situaciones de crisis sanitaria.
Por lo que respecta al parámetro transversal de control, el fundamento jurídico 5 de la sentencia reseña la doctrina constitucional preexistente relativa a la división de poderes, entendida como principio fundamental inherente a nuestro sistema constitucional. Parece trasladarse con ello la idea de que el canon de control de constitucionalidad que se enuncia no es nuevo, sino que deriva de la doctrina previa del Tribunal. Consideramos, sin embargo, que no es así. La doctrina constitucional que se cita en el fundamento jurídico 5 está referida fundamentalmente al reparto de funciones entre poder legislativo y poder ejecutivo. Y, además, en ella se resalta el hecho de que la división de poderes no se articula en nuestro actual sistema constitucional de modo rígido, sino flexible. La sentencia de la que discrepamos alude a esta flexibilización, pero lo hace sin extraer de ella ninguna consecuencia efectiva, como demuestra el hecho de que concluya que el principio de responsabilidad de los poderes públicos (art. 9.3 CE) «exige evitar fórmulas de actuación conjunta que dificulten la exigencia de responsabilidades políticas o jurídicas». Esta conclusión, que se formula como una regla no abierta a matizaciones, soslaya el hecho de que en el constitucionalismo moderno la división de poderes no puede ya entenderse como una separación estanca, sino que ha de interpretarse como una exigencia de límites y controles recíprocos entre los poderes del Estado, dirigidos a salvaguardar los derechos fundamentales y la esencia democrática del sistema constitucional.
A continuación, el fundamento jurídico 6 deriva de la separación de poderes, así entendida, una regla de enjuiciamiento específica, que ubica en el art. 117.4 CE —atinente a la posible atribución de funciones no jurisdiccionales a los jueces— y que construye mirando a los preceptos constitucionales que regulan las funciones del poder ejecutivo —en concreto, a los arts. 97 y 103.1 CE—. El resultado de este proceso argumental es la afirmación de que el art. 117.4 CE contiene una regla según la cual el legislador estatal, cuando atribuye a los órganos judiciales funciones no jurisdiccionales en garantía de derechos, tiene prohibido menoscabar no solo la independencia y exclusividad de la función jurisdiccional, como ya había señalado la doctrina constitucional (STC 150/1998, de 2 de julio, FJ 2), sino también —y esto es lo realmente novedoso— el ejercicio de las funciones constitucionales del poder ejecutivo. Como consecuencia de ello, se afirma que la habilitación prevista en el art. 117.4 CE debe interpretarse de modo restrictivo, de modo que la «garantía de derechos» a que alude el precepto ha de entenderse como un remedio estricto, individualizado o concreto, que por tanto no permite configurar mecanismos de intervención judicial ex ante que se refieran con carácter preventivo y abstracto a la legalidad de una disposición general. Y, como corolario de ello, se concluye que la Constitución impone un sistema de control judicial de la actuación del poder ejecutivo que ha de producirse a posteriori, no a priori.
Son varias las razones por las que no compartimos esta argumentación.
El art. 117.4 CE se limita a habilitar al legislador para atribuir funciones no jurisdiccionales a los órganos judiciales, con las únicas condiciones de que dicha atribución se realice de modo expreso por la ley (que habrá de ser estatal) y de que tenga por finalidad la «garantía de cualquier derecho». Frente a lo que se sostiene en la sentencia, la atribución de estas funciones de garantía no requiere la previa existencia de una controversia jurídica entre partes individualizadas ni depende ex art. 117.4 CE del rol constitucionalmente atribuido al resto de los poderes del Estado, pues estamos ante un precepto que atañe únicamente a las funciones de los órganos judiciales. En su virtud, el constituyente ha dejado a criterio del legislador la decisión de atribuirles o no esas otras funciones de garantía de derechos, decisión que habrá de adoptarse en cada caso con base en razones de oportunidad política que, de acuerdo con nuestro sistema constitucional, solo al legislador compete apreciar. Cuestión distinta es que una atribución de funciones no jurisdiccionales realizada dentro de los límites del art. 117.4 CE pueda, sin embargo, ser inconstitucional por infringir otros preceptos de la Constitución —por ejemplo, los que regulan las funciones y responsabilidades del poder ejecutivo—. Pero este es un problema distinto, cuyo tratamiento no requería forzar el tenor literal del art. 117.4 CE para incorporar a él una regla que en absoluto se deriva de su letra ni de su espíritu.
Sobre este otro extremo —el estatuto constitucional del poder ejecutivo—, la sentencia deduce de la Constitución una prohibición al legislador de condicionar el ejercicio de la potestad reglamentaria (art. 97 CE) y de menoscabar la eficacia de la administración (art. 103.1 CE), como sucede cuando se introducen mecanismos de control que demoran la puesta en marcha de medidas cuya eficacia depende de su aplicación inmediata. Paradójicamente, la sentencia no hace alusión alguna a la potestad ejecutiva que la Constitución también atribuye al Gobierno sin condicionamientos (art. 97 CE), con lo que se sugiere, indebidamente, que todas las «medidas» de alcance general a cuya autorización judicial afecta el mecanismo enjuiciado son normas reglamentarias, soslayando el hecho de que pueden también aprobarse bajo la forma de actos administrativos plúrimos.
Coincidimos en la apreciación de que, al configurar los mecanismos de control judicial de la actividad del poder ejecutivo, el legislador está limitado por los preceptos constitucionales que reconocen a éste la potestad reglamentaria (y también la ejecutiva: art. 97 CE) y que exigen que la actuación administrativa sea eficaz (art. 103.1 CE). Ahora bien, estos mandatos constitucionales no se configuran técnicamente como reglas —esto es, como exigencias definitivas no susceptibles de modulación—, sino como principios o mandatos de optimización que son susceptibles de cumplimiento gradual y que, por lo tanto, admiten modulaciones cuando ello sea necesario para satisfacer exigencias constitucionales de sentido opuesto. Así lo ha confirmado ya este tribunal por lo que se refiere a la potestad ejecutiva (que, repetimos, se encuentra también afectada por el mecanismo sometido a enjuiciamiento), al indicar que las prerrogativas vinculadas al principio constitucional de eficacia pueden quedar condicionadas a mecanismos de control judicial previo cuando ello sea necesario para prevenir la vulneración de derechos fundamentales, en tanto que el art. 103.1 CE liga el principio de eficacia con el «sometimiento pleno a la ley y al Derecho», en lo que supone «una remisión a la decisión del legislador ordinario respecto de aquellas normas, medios e instrumentos en que se concrete la consagración de la eficacia» (por todas, STC 22/1984, de 17 de febrero, FJ 4).
Discrepamos, por ello, de la conclusión que la sentencia alcanza respecto de la existencia de un modelo constitucional único de control judicial de la administración, control que —según se dice— ha de producirse solo ex post, de modo que a los órganos judiciales corresponde exclusivamente una función revisora de la actuación del ejecutivo. A nuestro juicio, del art. 106.1 CE, que ordena a los tribunales controlar «la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican», no se deriva una regla que impida al legislador democrático configurar distintos posibles modelos de justicia administrativa, incluyendo mecanismos complementarios de control ex ante cuando ello sea necesario para reforzar la tutela judicial y el control del ejecutivo en contextos determinados, ponderando, eso sí, el impacto que ello pueda tener sobre otras exigencias de rango constitucional.
Consideramos que la sentencia debería haber adoptado este enfoque ponderativo, que es el que se deduce con claridad de la Constitución y, por lo tanto, valorar si —como creemos— el mecanismo de control cuestionado resulta compatible con los mandatos constitucionales que acaban de citarse a la luz de su finalidad tuitiva de los derechos fundamentales. Con independencia de haber podido conducir a un fallo distinto al que se contiene en la sentencia, una aproximación de este tipo hubiera evitado el indeseable resultado de constitucionalizar, sin fundamento suficiente para ello, un modelo único tanto de funcionamiento del poder ejecutivo (eficacia inmediata de sus decisiones) como de fiscalización judicial de éste (control solo ex post), restringiendo correlativamente el margen de configuración del legislador a la hora de diseñar el sistema de justicia administrativa y, más allá de él, a la hora de atribuir funciones no jurisdiccionales a los órganos judiciales.
4. La naturaleza jurídica del mecanismo de control cuestionado.
El segundo eje argumental de la sentencia, que tampoco compartimos, consiste en calificar al mecanismo de autorización judicial cuestionado como manifestación de un fenómeno de «ejercicio compartido» de la potestad reglamentaria, de modo tal que, al regularlo, el legislador habría «optado por la solución de que todas las medidas sanitarias generales que puedan suponer una injerencia en un derecho fundamental deban contar con la intervención de la voluntad de dos poderes, el ejecutivo y el judicial, para su entrada en vigor y aplicación, de suerte que la autorización o ratificación judicial es un instrumento para perfeccionar y otorgar eficacia a esas disposiciones generales en materia de salud pública», lo que supone «despojar» al poder ejecutivo de su potestad reglamentaria.
Se trata de una afirmación apodíctica que distorsiona el enjuiciamiento de la cuestión que se sometía a nuestro examen. Dicha distorsión alcanza a la propia formulación del canon de control, pues la calificación de la que discrepamos se exterioriza ya en el fundamento jurídico 2 de la sentencia, antes incluso de abordar los óbices procesales formulados por las partes y en lo que pretende ser, a tenor del rótulo de dicho fundamento jurídico, un mero examen descriptivo del contexto y los antecedentes de la disposición legal cuestionada.
Carece de fundamento la afirmación de que el mecanismo enjuiciado atribuye a los órganos judiciales una función de partícipes en el ejercicio de la potestad administrativa controlada —que, reiteramos, no necesariamente es potestad reglamentaria, pues puede tratarse de potestad ejecutiva cuando las medidas se adoptan a través de actos administrativos plúrimos—. La sentencia de la que discrepamos ignora, así, que el mecanismo cuestionado se limita a asignar a los jueces la función de verificar el correcto ejercicio de la potestad ejecutiva o de la potestad reglamentaria, según el caso, por parte de quien es su verdadero titular: el poder ejecutivo.
En efecto, se refieran o no a un destinatario individualizado, las medidas sanitarias urgentes sometidas a autorización judicial son configuradas y adoptadas exclusivamente por el poder ejecutivo. Y, respecto de ellas, el órgano judicial realiza un control de legalidad —no de oportunidad— meramente negativo: se ha de limitar a ratificarlas o no, pero en ningún caso puede innovar las medidas, ni puede sustituirlas por otras mediante el auto de ratificación o denegación. No hay aquí, ni puede haberla, voluntad alguna del órgano judicial, que carece, por imperativo constitucional, del tipo de discrecionalidad conformadora que caracteriza a la potestad de adopción del tipo de medidas a que se refiere el art. 10.8 LJCA. Afirmar que el órgano judicial participa en estos casos del ejercicio de la potestad del poder ejecutivo de que se trate —reglamentaria o ejecutiva— supone desconocer tanto la esencia discrecional de ésta como la imposibilidad, ex constitutione, de que los órganos judiciales tomen decisiones que estén basadas en criterios adicionales a los de estricta legalidad.
La falta de fundamento de esta calificación se pone de manifiesto, además, en el hecho de que la sentencia no consigue explicar de manera convincente por qué se produce esta mutación de la naturaleza de la actuación judicial cuando la misma se proyecta sobre medidas dirigidas a un destinatario no individualizado, pero no cuando se dirigen a una o varias personas identificadas individualmente. No sirve para justificar esta diferente concepción de la actividad judicial en uno y otro caso la alusión que en la sentencia se hace a los peculiares atributos de las normas reglamentarias frente a los actos administrativos (justificación ésta que, como ya se ha dicho, soslaya además el hecho de que las medidas sometidas a autorización judicial no necesariamente han de tener naturaleza reglamentaria, pues pueden ser actos administrativos plúrimos). Lo verdaderamente relevante para determinar la naturaleza jurídica de la autorización o ratificación judicial desde el planteamiento que acoge la sentencia, que es el de la división de poderes, es su impacto sobre la efectividad práctica de la decisión administrativa concernida. Y ese impacto es el mismo —la imposibilidad de llevar a la práctica las restricciones de los derechos fundamentales de que se trate— sea cual sea la forma jurídica de tal decisión, con independencia de que, en términos técnicos, la paralización de la medida afecte a la autotutela administrativa o a la potestad reglamentaria.
Frente a lo que sostiene la sentencia, consideramos que el mecanismo sometido a enjuiciamiento se limita a atribuir a los órganos judiciales una función estrictamente judicial (aunque sea de carácter no jurisdiccional) de garantía de derechos; función ésta que les resulta connatural en nuestro sistema, que atribuye a los jueces y tribunales el rol de garantes ordinarios de los derechos. Se trata de un mecanismo de control previo que ha sido diseñado por el legislador para evitar la puesta en práctica de aquellas medidas restrictivas de derechos fundamentales que resulten manifiestamente antijurídicas, cautela adicional que responde al contexto de excepcionalidad en que se adoptan y a su poco densa regulación legal, lo que las dota de una sustancia discrecional inusualmente intensa que ha de verse compensada con garantías judiciales reforzadas. Se podrá estar o no de acuerdo con la opción regulatoria del legislador, con su conveniencia o con su acierto técnico, pero en ningún caso cabe negar que la función que aquí desempeñan los jueces y tribunales es una función judicial de garantía de los derechos fundamentales, distinta y que no se confunde con la discrecionalidad técnica y política sometida a control.
Así lo confirman los términos en que ha de realizarse la intervención judicial previa, que ha de sustanciarse con carácter preferente, en brevísimos plazos, y con un ámbito de cognición limitado, pues ha de ceñirse a verificar preliminarmente los aspectos externos y reglados de la actuación administrativa (habilitación legal y competencia) y a realizar un juicio prima facie de la adecuación, necesidad y proporcionalidad de las medidas sometidas a examen, como ha confirmado en casación el Tribunal Supremo (STS 2178/2021, de 24 de mayo de 2021, FJ 4). Se trata de un tipo de control preliminar al que los órganos judiciales están habituados, pues su contenido y alcance es análogo al del control que se despliega en otras situaciones cuya constitucionalidad no se discute (entre ellas, la autorización de medidas con destinatario individualizado o, incluso, en ciertos supuestos en que el control judicial se produce ex post, como los incidentes de tutela cautelar). Y, como en estos otros casos, la intervención judicial previa y limitada no impide ni condiciona el pleno control de legalidad ex post, que es un control de fondo que permanece incólume y que se despliega en toda su plenitud por imperativo del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE). Como también ha recordado el Tribunal Supremo, la autorización hará aplicables las medidas en cuestión, pero no podrá condicionar de ningún modo el control de legalidad que se efectúe a través del recurso contencioso-administrativo ordinario o del especial para la protección de derechos fundamentales.
5. La contradicción entre el mecanismo cuestionado y el parámetro de control.
Por último, la sentencia concluye que el mecanismo sometido a enjuiciamiento es incompatible con la Constitución, conclusión de la que también discrepamos. Ante todo advertimos que la sentencia no realiza un verdadero ejercicio de aplicación del parámetro de enjuiciamiento al caso, pues el proceso es el inverso: se construye un canon de constitucionalidad ad hoc para la medida sometida a examen, lo que prejuzga de por sí el resultado del enjuiciamiento. Pero, adicionalmente, consideramos que ni siquiera a través de este proceso argumentativo se logra justificar de manera convincente la contrariedad a la Constitución del mecanismo examinado.
En primer lugar, discrepamos de la conclusión de que dicho mecanismo menoscaba el estatuto constitucional de los órganos judiciales por afectar a la independencia y la exclusividad de la función jurisdiccional. La sentencia hace derivar dicho menoscabo de dos circunstancias, ninguna de las cuales consideramos concurrentes, como hemos señalado ya: por una parte, la corresponsabilidad que entiende que se produciría en la adopción de la decisión controlada, y, de otro lado, el condicionamiento que afirma que resultaría del control judicial previo para el pleno control judicial ex post. Se trata de afirmaciones que derivan directamente del entendimiento distorsionado de la naturaleza de la función atribuida a los jueces en estos casos, y que es inconsistente con la falta de cuestionamiento de que esos mismos efectos se produzcan cuando el control se proyecta sobre medidas dirigidas a un destinatario concreto.
Discrepamos también, en segundo lugar, de la conclusión de que el control judicial previo sometido a examen menoscaba las funciones y responsabilidades del poder ejecutivo de forma contraria a la Constitución. De nuevo, la sentencia deriva este menoscabo de dos circunstancias que entendemos que no concurren. La primera es que, según se afirma, el mecanismo enjuiciado despojaría al poder ejecutivo de su potestad reglamentaria y, con ello, de parte de la responsabilidad política y jurídica que le corresponde por la adopción de las correspondientes medidas. Consideramos que de nuevo se apoya esta conclusión en un entendimiento erróneo de la naturaleza jurídica de la función que el art. 10.8 LJCA atribuye a los órganos judiciales, y que de nuevo se llega a una solución inconsistente con los escenarios de autorización o ratificación de actos administrativos, tanto singulares como plúrimos —cuestión ésta última importante por cuanto, como venimos reiterando, la sentencia equipara indebidamente las medidas generales sometidas a autorización con las normas reglamentarias, olvidando que tales medidas pueden adoptarse también bajo la forma de actos plúrimos, en cuyo caso no está en juego la potestad reglamentaria—. La segunda circunstancia de la que deriva el menoscabo del rol constitucional del ejecutivo, según la sentencia, es la pérdida de eficacia de la actuación sometida a autorización, debido al retraso que el control judicial previo supone para su puesta en práctica. Según hemos razonado ya, coincidimos en que la urgencia del contexto en que se adoptan estas medidas hace que el retraso en su aplicación afecte al principio constitucional de eficacia de la administración (art. 103.1 CE). Sin embargo, discrepamos de la argumentación contenida en la sentencia porque la misma ignora que la eficacia administrativa se configura técnicamente como un principio y que, en consecuencia, para concluir en una declaración de inconstitucionalidad basada en dicho principio hubiera sido necesario realizar el correspondiente juicio de ponderación, teniendo en cuenta los principios constitucionales contrapuestos a cuya satisfacción sirve el mecanismo de control examinado. Valoración ponderativa que la sentencia omite por completo y que, de haberse realizado, habría conducido a descartar la vulneración de los arts. 97 y 103.1 CE.
Por las razones expuestas discrepamos también, en fin, de la conclusión de que la medida de control judicial sometida a examen vulnera los principios de responsabilidad de los poderes públicos, de seguridad jurídica y de publicidad de las normas (art. 9.3 CE). La intervención judicial se produce tras la aprobación de la medida (reglamentaria o no) por parte del poder ejecutivo, medida que se presume válida y eficaz, si bien la misma no podrá llevarse a la práctica hasta que, primero, el órgano judicial verifique que no es manifiestamente ilegal y, segundo —en el caso de las medidas adoptadas en forma reglamentaria— se publique. En estos casos, la entrada en vigor de la norma reglamentaria depende, en última instancia, de la indispensable publicación oficial, que se produce una vez las medidas restrictivas de derechos fundamentales han sido autorizadas por el órgano judicial. Tanto en términos jurídicos como políticos se trata de una decisión que se adopta y exterioriza a través de actuaciones del poder ejecutivo, lo que excluye cualquier posible confusión de responsabilidades políticas y jurídicas.
6. Conclusión.
Por todo lo expuesto, consideramos que la cuestión de inconstitucionalidad debería haber sido desestimada y que debería haberse confirmado la compatibilidad con la Constitución de los arts. 10.8 y 11.1 i) LJCA, cuya declaración de inconstitucionalidad y nulidad tiene como resultado directo la reducción del nivel de garantía de los derechos fundamentales en los supuestos de adopción de medidas sanitarias urgentes sin destinatario individual.
El mecanismo de control judicial que se sometía a nuestro enjuiciamiento encuentra acomodo en el art. 117.4 CE, sin afectar a la exclusividad de la función jurisdiccional ni a la independencia del poder judicial, y sin menoscabar tampoco las funciones del poder ejecutivo en modo constitucionalmente proscrito. Entendemos, por ello, que la opción de legislador es respetuosa con el principio de separación de poderes y con la legítima finalidad de reforzar la tutela de los derechos fundamentales en un contexto de excepcionalidad como el asociado a las emergencias sanitarias, sin que ello suponga realizar juicio alguno acerca de su oportunidad o acierto técnico, juicio que no corresponde realizar en sede constitucional.
Madrid, a dos de junio de dos mil veintidós.–Cándido Conde-Pumpido Tourón.–María Luisa Balaguer Callejón.–Ramón Sáez Valcárcel.–Inmaculada Montalbán Huertas.–Firmado y rubricado.
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